Anorexia, deseos y mentiras


22 DICIEMBRE 2009

Me gustaría escribir más. Me gustaría escribir con más frecuencia en el blog pero estoy demasiado ocupada. Estoy demasiado ocupada viviendo.

Supongo que por primera vez en muchos años estoy empezando a hacer algo que debí haber hecho hace mucho tiempo; vivir.

He perdido muchos años de mi vida centrada únicamente en mi enfermedad, en mi obsesión y ahora empiezo a darme cuenta de todo lo que me he perdido. Ahora empiezo a disfrutar de algunas cosas de las que nunca supe disfrutar. Y merece la pena.

No es fácil, por supuesto que no.

Alguien me dijo hace poco tiempo que no sabía por qué escribía en este blog porque no era anoréxica. Quizás. Lo cierto es que con el tiempo me he ido dando cuenta que cada vez necesito escribir menos. Empecé a escribir como una necesidad, necesidad de desahogarme, como una forma de terapia. Con el tiempo se convirtió en una asiduidad y hasta casi en una obsesión. Este rincón me servía para trasladar mis pensamientos más profundos sin que nadie pudiese juzgarme, sólo yo, simplemente yo.

Pero con el tiempo me he dado cuenta de que escribir en este blog me hacía estar ligada a mi enfermedad. Como si una parte de mí mantuviese mi enfermad viva a través de este blog, como si no pudiese renunciar del todo a mi enfermedad y este blog fuese mi vía para mantenerme conectada con mi obsesión.

No sé si escribir me hace daño. Sé que tampoco es bueno olvidar pero a veces incluso es necesario. Lo que sí sé es que este blog me ha ayudado mucho y el no tener la necesidad constante de escribir en él significa que me estoy recuperando, que no necesito trasladar lo que siento porque ahora simplemente me limito a sentir, sin miedos.

Hace tiempo alguien me dijo que no sabía por qué escribía en este blog porque no era anoréxica. Quizás. Aunque, ¿se deja de ser anoréxica alguna vez? Según los cuadros de diagnóstico para los cuadros de alimentación debes cumplir una serie de requisitos que, ahora, obviamente no cumplo. También es cierto que con los años los criterios de diagnóstico han cambiado porque también los trastornos han evolucionado conforme hace unos años. ¿Cómo diagnosticar a una persona anoréxica? Mucha gente se empeña en creer que una persona anoréxica es aquella extremadamente delgada. Yo nunca lo creí así. Hay muchas personas anoréxicas con índices de masa corporal dentro de lo aceptable que siguen manteniendo conductas propias de la anorexia.

Hace tiempo alguien me dijo que en psicología una persona que ha sido fumadora lo sigue siendo toda su vida aunque deje de fumar, entonces se le cataloga como un fumador que no fuma. Para mí la anorexia es algo parecido. No dejas de ser anoréxico, simplemente vives en una etapa en la que eres capaz de controlar tu trastorno, de mantenerte sano y ganar la batalla pero sabes que el riesgo siempre está ahí.

La anorexia no se define únicamente por el peso, sino por un trastorno en la percepción corporal, por formas de sentir, por conductas, por formas de pensar, por formas de entender las cosas o aceptar las cosas, por inseguridad, baja autoestima… a mi juicio la anorexia se define más bien por trastornos emocionales que por trastornos corporales.

Entendida de ese modo, es más fácil comprender por qué no es tan sencillo dejar de ser anoréxica. No puedes dejar de sentir como sientes, no puedes negar ni renunciar a tu pasado, no puedes olvidar la forma que tienes de ver las cosas, no puedes obviar el dolor o la preocupación por el peso, por las tallas, las calorías, tu cuerpo, no puedes negar tu inseguridad.

No puedo decir “ya no soy anoréxica” pero supongo que tampoco puedo decir “soy anoréxica”. Simplemente lucho contra la anorexia. No es fácil. Siempre hay cosas. Cosas pequeñas, detalles, sensaciones… que te hacen recuperar el miedo, que te recuerdan cómo era tu vida antes.

Me da pánico pensar en subirme a una báscula, me da pánico probarme un pantalón, me obsesiono si un día no voy al gimnasio, si un día como un pedazo de pan, si me invitan a una cena. No es sencillo. Aunque a veces pueda parecerlo para el resto, no es fácil. Pero he decidido que quiero luchar y es lo que hago. No me subo a la báscula, no me pruebo pantalones, si un día no voy al gimnasio me convenzo de que ya iré al día siguiente, si como un pedazo de pan me digo que al día siguiente no comeré una galleta, si me invitan a una cena pienso en pasar un rato agradable. Y sobre todo, intento disfrutar, reírme, y aprovechar tantas cosas que dejé pasar en su momento.

Pero no puedo negar mi pasado. Y a veces el ánimo se viene abajo. Y se me quitan las ganas de sonreír y me enfado con el mundo. Pero entonces solo pienso, “mañana será otro día”.

Resultó muy difícil volver de Inglaterra con unos cuantos kilos más. Resultó muy difícil probarme toda mi ropa y ver que ya nada me valía. Resultó muy difícil adaptarse a mi nuevo cuerpo, a mi nueva imagen. Resultó muy difícil reconocerme de nuevo frente al espejo, resultó muy difícil aceptar las nuevas necesidades y sensaciones de mi cuerpo, de un cuerpo normal, de un cuerpo tosco, incontrolable y voluptuoso que volvía a tener necesidades que no podía negar. Resultó tremendamente difícil aceptar que tenía un nuevo cuerpo que necesitaba, que tenía hambre, frío, calor, dolor, cansancio…

Pero me dije que no pasaba nada, que ya adelgazaría. Y pasó el tiempo. Y todo seguía igual. Y me dije de nuevo que no pasaba nada que ya adelgazaría. No quería obsesionarme porque por fin estaba aprendiendo a disfrutar de las pequeñas cosas, a reírme sin motivo. El tiempo ha pasado. La semana pasada me di cuenta, de repente, que uno de mis pantalones me quedaba más holgado. ¡Por fin! ¡Qué maravillosa sensación! No vamos a negarlo. Ya no lo recordaba. Ahora me siento mejor. He perdido algo de peso, no mucho aunque no sé cuánto, pero me siento bien sobre todo porque no me he obsesionado, porque no he tomado ninguna medida drástica, porque no me he saltado ninguna comida, porque lo estoy haciendo bien y porque, al mismo tiempo, estoy disfrutando de la vida. Y merece la pena.

Llegan las Navidades y, no puedo negarlo, me dan pánico. Pero he adelgazado y eso me da un pequeño empujón para creer que aún es posible, que no engordaré, que volveré a adelgazar otro poquito, pero sobre todo, para seguir disfrutando de cada minuto de mi vida.

Mañana recorreré casi 800 kilómetros para volver a mi tierra, a mi Andalucía querida. Y sonreiré, y pasaré las Navidades con la gente que quiero porque estoy aprendiendo a disfrutar, porque estoy aprendiendo a vivir.

Hace pocos días alguien me preguntó cuál era mi propósito para el nuevo año. Mi propósito es simplemente vivir y disfrutar de cada instante y hacer que cada momento merezca la pena.

Mi deseo para el 2010 es que todos vosotros/as que me leéis con asiduidad aprendáis también que vivir merece la pena y que hay cosas por las que vale la pena vivir.

ANA

Un CERO a ZARA


05 NOVIEMBRE 2009


Me llamo Ana, tengo 25 años, mido 1,60 y peso 53 kilos.


He sufrido trastornos de la alimentación durante 9 años. Hace algo más de 2 años comencé voluntariamente un tratamiento para los trastornos de alimentación. En los últimos 9 años he bajado de los 63 a los 40 kilos para volver a subir a los 55, bajar a los 45 y subir de nuevo a los 53 en que estoy ahora. Mi pregunta es: ¿estoy gorda?


Según las tablas del Índice de Masa Corporal propuestas por la OMS estoy en mi peso ideal y, sin embargo, yo me veo gorda. ¿Cómo es posible?


Cuando empecé a bajar de peso, mi único objetivo era entrar en las tiendas de ZARA y probarme pantalones de tallas cada vez más pequeñas. La 40, la 38, la 36 y, finalmente, la 34. Después de mucho esfuerzo, dietas, sacrificios, deporte… conseguí el ansiado premio que suponía para mí el deslizarme dentro de unos pantalones de la talla 34. Mi armario actual se compone de decenas de prendas de las más diversas tallas que ya no me entran.


Ante tal situación me decidí, armada de valor, a enfrentarme a uno de mis mayores miedos: ir a comprar un par de vaqueros nuevos.


En ZARA puedes encontrar diferentes modelos de vaqueros, no demasiados. Algunos ni siquiera me los pruebo, están hechos únicamente para esas chicas afortunadas de piernas estilizadas y larguísimas que, aún, me pregunto si existen. Voy directamente a los modelos que, creo, pueden venirme bien. No puedo elegir el color, ni que decir tiene el precio; sólo el tipo de pantalón, con la pernera un poco ancha y ¡nada de pitillos!


Tras elegir el modelo que estoy dispuesta a probarme surge la elección de la talla. ¿Cuál es mi talla? Ahora ya la desconozco. Sé que no podré meterme en una 36, espero poder hacerlo en una 38, que aún para mí sería un logro. La 40 ya me da pánico. Escojo varias tallas de diferentes modelos y con montón enorme de pantalones sobre mis brazos me armo de valor para entrar en el vestuario. Primer pantalón, ¡no me sube! Nada, no hay manera, la pantorrilla queda completamente embutida entre la tela como si fuera a cortarme la circulación y a partir de la rodilla por más que lo intento no hay manera de subirlo. “Vale, no pasa nada.” – Pienso – “Siguiente modelo.” Me pruebo el segundo par de pantalones. ¡Milagro! Éste sí ha subido… pero no cierra. Otro menos. Siguiente. Demasiado estrecho, demasiado incómodo, demasiado feo. Uno de ellos me gusta. Me gusta cómo me queda, si es que puede gustarme. Un poco estrecho, apenas puedo moverme. “Muy bien, no pasa nada.” – Me digo – “Probaré con una talla más.”


Dejo el montón de pantalones sobre el mostrador y me acerco a buscar una talla más. Encontrar una talla 38 ó 40 no es tarea fácil. Cuando llevaba las 34 ó, incluso, la 36 era muy sencillo, siempre sobraban esas tallas porque no suelen ser muy comunes. De hecho, para mí las rebajas eran un chollo porque siempre quedaba la talla 34 que me llevaba a un precio ridículo. Encuentro la 40. “Vale, no voy a pensar en la talla, sólo me la probaré y veamos cómo me queda” – me digo en un intento por no venirme a bajo –.


Entro de nuevo en el probador, esta vez con sólo una prenda. Me pruebo los vaqueros. Bien, me quedan mucho mejor, más cómoda, ahora hasta puedo respirar. Pero… la cintura me queda un poco grande. Se me caen un poco y resulta algo incómodo. Los muslos me quedan bien ceñidos al pantalón pero la cintura me queda grande, ¿cómo es posible? No lo entiendo. ¿Cómo es posible que mis muslos apenas puedan respirar cuando en la cintura podría entrar otra persona como yo? ¿Estoy gorda? Mis muslos, son mis muslos… son enormes. Pero… estoy en mi peso ideal, ¿cómo es posibles?


Terminé comprándome los pantalones, algo tenía que ponerme, pero después de probármelos en casa de nuevo decidí que iría a devolverlos, no puedo ir con unos pantalones que se me caen todo el tiempo.


Después de ZARA entré en H&M y ¡sorpresa! Me llevé un pantalón de la talla 36 que se adaptaba perfectamente a mi cuerpo. ¿Cuál es mi talla? ¿Qué le pasa a ZARA? No puedo entender cómo puede haber tal diferencia de tallaje y, lo que es más curioso aún, ¿cómo es posible que una empresa española sea incapaz de adaptar sus productos al cuerpo de la mujer española mientras que una empresa sueca, donde todas las mujeres son altas y estilizadas sí lo haga? No puedo entenderlo.


Hay mujeres delgadas, eso ya lo sabemos. La pregunta es ¿qué porcentaje de la población española tiene ese cuerpo? Yo me comprado decenas de pantalones en ZARA de la talla 34 pero, entonces, mi IMC estaba muy por debajo de lo saludable. ¿Acaso ZARA hace ropa para personas enfermas? Estoy convencida de que hay muchas mujeres delgadas que no tienen ninguna enfermedad, simplemente tienen la suerte de tener un cuerpo delgado por naturaleza. Pero la mayoría de las mujeres no tenemos unas piernas kilométricas ni unos muslos que miden el mismo diámetro que nuestras pantorrillas.


La mujer española tiene curvas, tiene caderas y no es demasiado alta. Un pantalón que te aprieta los muslos pero se cae en la cintura significa una cosa, mala confección. Las mujeres tenemos curvas y no puedo concebir una mujer con una cintura suficientemente grande (en teoría, la cintura es la parte más estrecha del cuerpo) para encajar en ese pantalón pero con unos muslos tan estrechos como para poder ponérselo. Esa mujer no existe. Bueno, seguro que existe, hay de todo en este mundo, pero no es la mayoría, y no puedo entender cómo es posible que la gran mayoría de mujeres en este país tengan que tener problemas para comprarse unos vaqueros. Tenemos tres soluciones, ponerte unos vaqueros que te corten la circulación de los muslos u otros que te hagan una enorme bolsa en la cintura o, simplemente, renunciar a los vaqueros.


Es una vergüenza. Casualmente soy estudiante de Marketing y Comunicación Comercial. Lo primero que te enseñan es que la oferta, que tus productos, deben adaptarse a las necesidades del consumidor y, a mi juicio, ZARA no lo hace. ZARA únicamente promueve, con sus tallajes, con sus modelos, con su ropa, la delgadez y el mensaje de que si no tienes ese cuerpo no puedes llevar su ropa.


ZARA (o mejor dicho, el grupo Inditex) es una de las empresas más importantes de España y tiene un gran poder pero todo poder conlleva una gran responsabilidad que la empresa no ha sabido dirigir.


No estoy gorda, quiero convencerme de una vez de que no estoy gorda, quiero aprender de una vez a aceptar mi cuerpo a pesar de lo que digan las marcas de moda. No estoy gorda pero resulta difícil creerlo cuando los pantalones no te entran, cuando los pantalones no te quedan bien, cuando los pantalones no se ciñen a tu cuerpo. Según la OMS no estoy gorda y según ZARA sí lo estoy para llevar sus pantalones, ¿quién miente? Lo único que queda pensar es que si no estoy gorda estoy deforme.


Tener que llegar a esta conclusión para mí es un CERO para ZARA.




Nótese que al mencionar a ZARA hago referencia, también, a otras marcas del grupo: Pull & Bear, Bershka, Stradivarius, Oysho y Massimo Dutti.


ANA


Vivo en un saco

09 OCTUBRE 2009

Han pasado muchos años. Tal vez demasiados o, tal vez, demasiado pocos; pero, indiscutiblemente, de aquello hace ya 5 años. Lo recuerdo, pero al mismo tiempo lo he olvidado. Algunas imágenes han perdurado en mi memoria. Algunas imágenes han sobrevivido hasta el día de hoy congeladas en el tiempo. Del mismo modo en que miras una foto y puedes observar con todo detalle el momento, la situación, pero no las emociones ni los sentimientos. De ese modo he guardado en mi memoria algunas imágenes de aquellos años, congeladas, frías, vacías, solo un puñado de imágenes que me recuerdan dónde estuve o quién fui en el algún momento de mi vida.

Pero algunas palabras han perdurado también sobre el papel.

En una cesta de mimbre descubro algunos objetos del pasado. Abro un pequeño cuaderno, diminuto. Lo recuerdo. Fue mi primer “diario”. Lo llevaba siempre conmigo, más bien por el temor de que alguien pudiera encontrarlo. Aquel cuaderno guarda algunos de los secretos más oscuros de mi pasado. Fechas, dietas, ejercicios, peso e, incluso, lo que comía o las veces que vomitaba cada día.

Recuerdo subirme a la báscula cada noche y abrir mi pequeño diario para anotar lo que había comido y cuánto pesaba y recuerdo observar el descenso de peso con respecto al día anterior, no siempre con el mismo grado de satisfacción.

Ahora abro de nuevo el cuaderno y leo:

19 de Noviembre de 2004

“Al subir al bus pusieron una película. Es difícil que una película sucumba a la tentación que produce en mí el maravilloso paisaje deslizándose ante mis ojos y un puñado de buenas canciones. Aquí estoy mirando por la ventanilla, escuchando música y escribiendo unas líneas. Los molinos giran sin cesar alzándose al infinito; las nubes, curiosas almas en pena, transportan nuestros sueños. Esos enormes puñados de tierra marrón rojiza se expanden a largo de cientos de kilómetros pareciendo no tener fin. Los árboles en sus más diversas formas y colores, largas llanuras de cemento a las que llamamos carreteras dando sensación de libertad. ¿Alguna vez te has preguntado a dónde llegaríamos si siguiéramos las carreteras hasta el final?

Es curioso. Te fijas en cada cosa, en cada detalle, por pequeño que sea y es como si cada una de esas cosas tuviera vida. A veces se hace raro pensar que pueda haber vida más allá de la tuya, más allá de tu casa, de tu ciudad, de tu mundo. En realidad tan sólo somos un minúsculo punto en el planeta. Ni tan siquiera eso. Al salir de ese círculo rutinario de nuestra vida los problemas se minimizan, pierden importancia. ¡Hay tanto mundo por conocer ahí fuera esperándonos! Siento que forma parte de mí. Viajar, salir, conocer sitios diferentes, gente… lo necesito. A veces creo que, al no pertenecer realmente a ningún sitio, tengo esa extraña necesidad, soy persona de mundo, nunca podría quedarme en un sitio concreto.”

5 años después mi vida ha cambiado, ha cambiado mucho. Salí, me fui, conocí mundo, gente, experiencias… huí y viví. Pero he vuelto y he recuperado mis antiguos trastos. La vuelta resulta especialmente dura. Vuelves a tu pasado pero ya no el mismo. Vuelven tus problemas pero no los afrontas del mismo modo. Vuelves a tu hogar pero algunas cosas han cambiado. Vuelves a tu vida pero ya no eres el mismo.

Y ahora me encuentro aquí, intentando aclarar qué parte de mí misma dejé atrás. Intentando descifrar de nuevo cuál es la realidad de mi vida. Intento averiguar cuál es el camino de cada uno. Resulta difícil volver a un pasado que se ha convertido en presente. Resulta difícil volver a un a vida que creías conocer y que ya no conoces.

Comienza el curso, vuelve el día a día, la rutina, las clases, las comidas… una vida de circunstancias conocidas que desconozco. Vivo en un saco lleno de trastos. E intento descubrir cómo adaptarme a una vida que no siento como mía. Intento adaptarme a unas circunstancias que ya no conozco. Intento averiguar cómo lidiar con los antiguos trastos. Intento descifrar el modo de enfrentarme a las situaciones del pasado en un nuevo presente e intento encontrarme en un mundo en el que me he perdido, porque, en definitiva, resulta difícil volver a una vida que no reconoces como la tuya.

ANA

El placer del sufrimiento


15 AGOSTO 2009


¿Acaso disfruta haciéndome daño? ¿Qué satisfacción produce el sufrimiento de los demás? ¿Puede una persona estar tan enferma para que el sufrimiento de los demás les produzca placer? ¿Acaso su posición de hermano mayor o, tal vez, de varón le hacen pensar que tiene poder sobre los demás, que tiene el poder de la razón, que nunca se equivoca o que puede herir a las personas a su antojo? ¿Acaso esa posición le hacen creer que puede pronunciar cualquier palabra hiriente, ya no creer que nada ni nadie merecen su agradecimiento, y que él es el rey sobre la tierra?


He intentando perdonarle por el daño que me ha hecho. Lo he intentando. Lo he hecho con todas mis fuerzas. He intentado olvidar. Olvidar las palabras, los manotazos, las miradas de odio y desaprobación, los insultos pero, sobre todo, los abusos psicológicos que su posición de hermano mayor varón le ha hecho proclamarse el rey del Universo. Pero se acabó.


Volví a errar. Una y otra vez. Volví a perdonarle, a darle otra oportunidad. Me creí el cuento de que había cambiado. Algunas personas simplemente no cambian y nosotros no tenemos el poder para cambiar eso. Algunas personas no cambian y por duro, lamentable, triste y aterrador que pueda resultar algunas personas simplemente disfrutan con el sufrimiento de los demás.


ANA


If I were a boy


28 JULIO 2009

Siempre me he preguntado cómo hubiese sido si hubiera sido un chico. Siempre me he preguntado cómo habría sido mi mundo, cuán diferente habría sido todo. Qué color tendría el mundo, qué forma o qué olor.


Durante muchos años deseé ser un chico y aún hoy me pregunto cómo habría sido. Aún hoy sigo deseando, tal vez por un momento, haberlo sido.


Fui la segunda de tres hermanos. La única chica entre dos varones. Siempre viví a la sombra de mi hermano mayor. Viví mi infancia adulándole, imitándole, admirándole, idolatrándole. Siempre quise ser como él, hacer todo lo que él hacía. Con los años mi consciencia del mundo se fue incrementando y, con ella, la consciencia de mujer. Siempre fui consciente de las notables diferencias que existían entre él y yo. Consciente de lo diferente que resultaba ser una chica. Siempre quise hacer todo lo que él hacía, seguir sus pasos y disfrutar de esa agradable posición de ser un chico.


Cuando eres una chica todo es diferente. El mundo se ve diferente. La vida tiene otro color, otro olor, otra forma, otras sensaciones, otras emociones. Siempre creí que ser un chico era mucho más fácil. Los chicos no tienen tantas responsabilidades, a los chicos no se les exige tanto. Y ya no hablo del papel dentro de la familia, sino dentro de la sociedad. Por el simple hecho de ser mujer tu vida está condicionada. Tu vida está relegada a un segundo plano. Vivimos en sociedades marcadamente machistas donde los valores asociados a las mujeres se consideran débiles y frágiles. Según estudios recientes sobre sociología "nuestra sociedad, como muchas otras sociedades, tiene la característica de ser androcéntrica, esto quiere decir que toma al hombre, como medida para todas las cosas, como prototipo del ser humano y todas las instituciones creadas socialmente, responden a las necesidades del varón, es decir, todo gira a su alrededor."


Ser un chico es, en esencia, mucho más sencillo. Los chicos no tienen la misma sensibilidad que las mujeres. Siempre tuve la sensación de que todo me afectaba mucho más que a los chicos por el simple hecho de ser mujer. Nacer mujer implica una sensibilidad y una fragilidad que los chicos no poseen. Y, no nos engañemos, es algo muy bello pero a la vez muy doloroso y no todas las personas son tan fuertes como para lidiar con ello. Ser mujer implica, en la sociedad de hoy en día, sufrir más. Ser mujer implica que tendrás que esforzarte más para llegar a los mismos objetivos que los hombres, ser mujer implica que las exigencias serán mayores y que tendrás que superarte mucho más simplemente para estar a la altura de un hombre.


Las escalas de medida son diferentes para hombres y mujeres. Cuando un chico no sabe planchar o cocinar se entiende como algo normal pero las chicas tienen que aprender a hacerlo. Cuando un chico se rodea de muchas chicas es un gigoló o un ligón pero cuando es una chica se le considera una puta. Cuando un chico come más de la cuenta se entiende como algo normal pero cuando lo hace una chica las miradas o las murmuraciones son constantes. Cuando un chico es un chulo resulta más interesante pero cuando lo hace una chica es una mala persona. Las chicas tienen que controlarse; tienen que controlar sus emociones, su comportamiento, sus necesidades, su cuerpo.


Y lo más terrible de todo es que ser mujer implica, en cierta medida, detestar tu cuerpo. Desde muy pequeños nos enseñan que el cuerpo es débil, es frágil y que la mujer es, simplemente por ser mujer, más débil. Nos enseñan que la sensibilidad implica debilidad, nos enseñan que los valores asociados a las mujeres no son tan buenos como los valores asociados a los hombres. Obviamente las cosas van cambiando, pero lo hacen de un modo tan lento que, aún hoy, seguimos sufriendo las consecuencias de ser diferentes. Y no somos más débiles, ni más frágiles, somos más sensibles. Se considera inferior a la mujer porque es mucho más emocional que el hombre, porque ellos son más racionales y nosotras nos dejamos llevar por los sentimientos, porque no somos capaces de controlarnos. Y desde muy pequeños aprendemos que las emociones y las sensaciones nos hacen débiles y tenemos que controlarlas para ser igual de buenas que los hombres. Y aprendemos cuán importante es controlarse.


Marya Hornbacher dice “He aquí una de las verdades más triviales y terribles de los trastornos de la alimentación. En esta cultura, cuando una mujer está delgada, demuestra su valía de un modo que ningún gran logro ni carrera estelar puede igualar. Creemos que ha hecho aquello que, según muchos siglos de inconsciente colectivo, ninguna mujer puede hacer, controlarse. Una mujer capaz de controlarse es casi tan buena como un hombre. Una mujer delgada puede Conseguirlo Todo.”


Aprendemos que el control es la única arma de la mujer para demostrar su valía, para demostrar que es tan buena como un hombre. Pero controlar los sentimientos y las emociones es difícil y recurrimos a otra herramienta que nos permita controlar la debilidad de nuestro cuerpo. Recurrimos a la comida porque tenemos la capacidad de controlar ese algo material. Pero luchar contra la naturaleza no es fácil y llega un momento en que ese control termina controlándonos y se nos escapa de las manos.


Ser mujer nunca fue sencillo y me pregunto si lo será alguna vez. Y me pregunto cómo habría sido el mundo de haber sido un chico y me pregunto si todo hubiera sido realmente tan sencillo. Pero con el tiempo he aprendido que ser mujer es mucho más bello, que ser mujer es más duro pero más emocionante, que las mujeres somos más fuertes porque tenemos que luchar mucho más para estar a la altura de los hombres. Si el mundo fuese diferente las mujeres aprenderíamos a valorarnos simplemente por el hecho de ser mujer, sin comparaciones, sin prejuicios, sin exigencias, simplemente por el hecho de ser mujer. Las mujeres aprenderíamos que no necesitamos ser como los hombres porque somos perfectas tal y como somos y que deberían ser ellos los que intentasen parecerse a nosotras y aprender de nuestros valores, entonces el mundo sería un lugar diferente.


Y desearía ser un chico por un momento, un día tal vez, y comprobar qué forma tiene la vida, qué olor, qué color. Si fuera un chico.


ANA


Algoritmo sin solución


19 JULIO 2009

Un amigo me pregunta:

- “Tú que tienes experiencia, ¿qué consejo le darías a una persona que está pasando por tu misma situación? ¿Qué debería hacer?”

Me quedo en blanco. ¿Qué puedo decir? No lo sé. Cada caso es un mundo. No hay una receta milagrosa. Le diría que la vida puede ofrecerle mucho más de lo que cree, que se está cerrando muchas puertas, que su obsesión está distorsionando la visión que tiene de la vida, que el camino que está siguiendo solo le llevará hacia la infelicidad.

Sandeces, pienso de inmediato. ¿Cómo se me ha podido ocurrir algo así? ¿Cómo he podido olvidar todo lo que sentía yo por aquella época? Como si a mí me hubiesen servido de algo todos aquellos argumentos alguna vez. Esos son el tipo de respuestas que usan los señores “psi” para “hacernos entrar en razón”, esas son el tipo de afirmaciones que dice todo el mundo creyendo que con solo escuchar esas palabras sucederá el milagro. ¿Acaso las creí yo alguna vez? ¿Por qué las iba a creer una persona que está sufriendo de anorexia y/o bulimia? ¿Por qué las iba a creer una persona cuyo mundo se está derrumbando y para la que nada tiene sentido más que su alabado ayuno? Tal vez yo las creyese alguna vez pero el creerlas no quiere decir que vayas a salir de ello por arte de magia. ¿Qué se puede decir entonces?

Supongo que nada. “No se puede decir nada” le respondo. Él se queda observándome completamente atónito.

- “Pero habrá que llevarle al psiquiatra o hacer algo.” –Añade, en un intento de obtener alguna respuesta, de descifrar el auténtico algoritmo que miles de personas llevan años intentando solucionar.

Yo difiero. Supongo que depende mucho de cada persona. Existen muchos factores a valorar antes de poder determinar el mejor tratamiento para cada paciente. Desgraciadamente, en este país, todos estamos en el mismo saco. Te tachan de enfermo y te ingresan en una institución hospitalaria y/o psiquiátrica, suponiendo que en tu ciudad exista algún tipo de atención para esta enfermedad. Yo, personalmente, estoy totalmente en contra de ingresar a una persona enferma, excepto en el caso de que esté al borde de la muerte (nótese que ésta es una opinión claramente personal y subjetiva basada en mis propias experiencias y vivencias personales y que para nada tiene por qué ser acertada).

Me pregunto qué tiene de eficaz encerrar a una persona en una institución en la que el paciente se culpará continuamente por estar enfermo y en la que se le recordará a cada momento que está enfermo. Y, sí, estoy de acuerdo en que aceptar la enfermedad es el primer paso para la recuperación pero no debemos olvidar que no tratamos un cáncer y que obsesionarse con la anorexia puede ser más que contraproducente.

Hablamos de encerrar a una persona que sufre un trastorno de la conducta alimentaria en un centro en el que se le hablará de comida, se le obligará a comer, se le pesará, se le vigilará y en el que, al fin y al cabo, la comida copará el centro de atención día tras día. Hablamos de encerrar al paciente en un centro en el que su vida se guiará por una rutina estricta que se le obligará a seguir y se le enseñará que el no cumplir las normas está penado con el castigo. ¿Existe acaso alguna diferencia con su vida anterior? Este tipo de internamiento no hará más que potenciar el trastorno e impulsar la obsesión. ¿Qué tiene de eficaz encerrar a una persona para enseñarle a enfrentarse al mundo tras unas pocas paredes? ¿Qué tiene de eficaz abrir la jaula que se ha creado el paciente para encerrarle en otra? ¿Cómo podrá esta persona adaptarse a su vida real cuando le dejen salir del recinto? ¿Cómo podrá esta persona volver a enfrentarse a sus problemas reales, a sus emociones, después de haber estado alejado del mundanal ruido y el bullicio constante de la sociedad? No, no tiene ningún sentido para mí, claro que, repito, cada caso es un mundo.

También debemos tener en cuenta la edad del paciente, no es lo mismo tratar con un menor que hacerlo con una persona adulta a ojos de las autoridades legales. Del mismo modo, no podemos obviar el tiempo que el paciente ha pasado bajo las garras de la anorexia o la bulimia. Es muy distinto tratar con una persona cuya enfermedad está en una fase incipiente que hacerlo con una persona que tiene la enfermedad en proceso avanzado, cuando la enfermedad se ha convertido en una parte de su vida hasta crear rutinas, comportamientos y pensamientos que rozan lo absurdo (el límite orientativo se ha situado en torno a los 5 años).

¿Qué se puede hacer entonces? No lo sé. Es triste pero no lo sé. Cuando una persona está tan obsesionada con adelgazar, cuando una persona llega al punto de desear morir, de desaparecer, cuando una persona ha llegado al punto de sentir ese dolor emocional tan profundo, cualquier cosa que puedas decir o hacer resulta insuficiente. Supongo que habría que llegar a la raíz del problema, intentar sacar el dolor que tiene dentro. Supongo que las personas que tiene cerca deberían intentar hacerle sentir valioso, importante, deberían ser pacientes y no presionarle.

Conozco casos reales de chicas que amenazaron a sus padres con suicidarse si las llevaban al médico. Cuando estás tan hundido en la anorexia, cualquier intento de ayudar lo sientes como una amenaza por arrebatarte todo lo que tienes.

No sé qué se puede hacer o qué se debe hacer. “Mientras la paciente no reconozca que está enferma y no quiera recuperarse cualquier intento es inútil” – anuncio con una mirada triste y desvaída.

Supongo que lo cambios deberían hacerse desde abajo. Supongo que deberían hacerse cursos para padres, cómo estar alerta, cómo interpretar los signos, cómo potenciar la autoestima de los hijos, cómo educar en una alimentación sana y equilibrada desde la infancia… no me parece algo descabellado. Siempre han existido los típicos cursos de higiene bucal. Los colegios, bajo la responsabilidad de educadores, conjunta con los padres, deberían también potenciar la autoestima de los niños desde pequeños y, la sociedad, en general, promovida por la actuación de los gobiernos para regular de una forma eficaz la publicidad y los mensajes que se envían al conjunto de la población, debería empezar a eliminar tantos prejuicios absurdos y eliminar esa costumbre de juzgar a los demás. Ese sería el mejor comienzo. Tal vez, entonces, podríamos exigir a las personas enfermas que se hicieran responsables de su situación. Pero mientras el mundo siga girando del modo en que lo hace, mientras la sociedad siga juzgando a modo de hobby, mientras los cuerpos valgan más que las personas, mientras los mensajes publicitarios sigan siendo protagonizados por modelos perfectos con miles de retoques, mientras las mujeres sigan sin ser valoradas del mismo modo que los hombres, mientras sigamos viviendo en sociedades machistas, mientras el mundo no cambie, entonces no se me ocurre ninguna alternativa para hacer frente a una enfermedad como la anorexia.

La única solución está en uno mismo.

ANA

Bobadas


12 JULIO 2009

Todos tenemos problemas, eso es más que indiscutible. Siempre he sido de la opinión de que el que no los tiene se los crea de algún modo. Con el tiempo me he dado cuenta de que no nos los creamos sino de que al no tener problemas nos centramos en un aspecto concreto que nos preocupa o nos angustia, nos obsesionamos o pensamos demasiado hasta que termina absorbiéndonos y convirtiéndose, por tanto, en un problema. La más nimia de las sandeces puede llegar a convertirse en un problema.

A lo largo de mi vida he sido testigo de verdaderos problemas en casi cada una de las familias de personas que he conocido. He sido testigo de casos de alcoholismo, de divorcio, de abandono, de malos tratos. Casos de enfermedades de por vida, intentos de suicidio, autolesión, ninfomanía, adicción a Internet, muertes a edades muy tempranas, trastornos paranoides, casos de comedores compulsivos, ansiedad y, cómo no, de anorexia.

Prácticamente en cada familia existe algún caso. La pregunta que me hago aquí no es el por qué, pues durante los años que llevo escribiendo creo haber dejado muy claro la necesidad de toda persona humana de aferrarse a algo para enfrentarse a las emociones y los problemas cotidianos de la vida, de inhibirse de la realidad. La cuestión llega desde otro punto, desde el punto de vista de cada uno, de cómo cada persona valora distintamente cada uno de los casos, cómo cada persona asocia cada problema a un patrón, a una escala de “problemática”, cómo cada persona, siendo el mismo problema, les da diferente importancia.

¿El motivo? Las experiencias personales o, tal vez, simplemente, los prejuicios. Nos apiadamos de aquel chico tan joven cuyo corazón dejó de funcionar porque era demasiado grande para su diminuto cuerpo. Nos apiadamos de aquel otro porque sufrió malos tratos cuando era sólo un niño. Nos apiadamos de aquella madre que dejó dos hijos al no poder superar su batalla contra el cáncer.

Pero, ¿qué pasa con los que sufren de alcoholismo? ¿Con los drogadictos? ¿Con los que sufren alguna adicción? ¿Con los que sufren de TCA? Esos no nos producen ninguna lástima porque “ellos se lo han buscado”.

- “¿Y tú qué problema tienes?” – pregunta mi abuela.

No salgo de mi asombro ante tal pregunta. ¿Será posible que todavía alguien –más aún siendo de mi familia– pueda preguntarme cuál es mi problema?

- “Pues la comida.” – añado yo.
- “Pero eso ya lo tienes superado.” Se atreve a decir mi abuela como si fuera alo que nunca tuvo ninguna importancia.

Yo, incrédula aún ante la pregunta, y a punto ya de subirme por las paredes después del último comentario, añado, en un intento de hacer comprender a mi abuela:

- “Bueno, eso nunca se supera del todo.”

Mi abuela, para mayor asombro, dice:

- “Bobadas.”

Apenas puedo reaccionar. Ella sale en un alarido de la habitación como si aquella conversación nunca hubiera tenido lugar. En mi cabeza se repite la palabra “bobadas, bobadas, bobadas.”

Me pregunto si alguna vez le dio alguna importancia. Me pregunto si alguna vez alguien le dio alguna importancia y, por un momento, por un ínfimo instante, deseo volver a enfermar para demostrar al mundo que nunca ha sido ni fue ninguna bobada.

ANA

No woman No cry


25 JUNIO 2009

Un mar de nubes inmenso cubriendo todos mis sueños, todas mis ambiciones, todo lo que había amado. El ruido del motor colapsando mi cerebro hasta apenas poder pensar. Palabras que se perdían en el silencio de mi alma que apenas podía palpitar. Las últimas palabras en ese inglés tan británico que mis oídos escucharían antes de pisar tierra hispana. Mis pulmones apenas contenían la respiración, mis ojos no conten
ían ya las lágrimas y, entre sollozos, aún me atrevía a mirar por la ventanilla para descubrir cómo todo quedaba ya atrás, cómo todo estaba finalmente “over”.

Sobrevolando por los recuerdos de un año del que me atrevería a decir fue el mejor de mi vida. Atrás quedaba todo ya. Las risas, la gente, las bromas, las horas en el jardín tomando el sol, las comidas y cenas interminables que un día aprendí a apreciar. Las sesiones de cine todos apelotonados por la nada acogedora moqueta del living room, las interrupciones en mi habitación a cualquier hora del día o de la noche, los intentos
de charlas profundas en un inglés que fue mejorando con el tiempo, los agobios por entregar los trabajos a tiempo, las horas interminables en la library, los días off en que planeábamos algún viaje todos juntos. El estar acompañado en todo momento. Las miradas de complicidad, las miradas de “estamos juntos en esto” porque, por muy diferentes que fueran nuestras vidas, nuestros mundos, nuestras convicciones, teníamos algo en común, teníamos ese algo que nos había llevado al mismo lugar en el mismo momento de nuestras vidas.

Cuando miré por la ventilla por última vez asomaban las primeras luces de la ciudad en la que debería vivir, al menos, el próximo año. Todo había acabado. Acababa del mismo modo que había comenzado pero, ahora, la persona que volvía era una persona diferente.

Aquella, la noche anterior, la despedida, fue sencillamente horrible. No se trataba únicamente de despedirse de todas las personas que había conocido durante el último año, las personas con las que había compartido mi vida durante este año, las personas de las que tanto ha
bía aprendido y que tanto me habían enseñado en tan sólo un año, las personas que se habían convertido en mi familia y a las que quizá nunca volvería a ver jamás; se trataba también de dejar el que se había convertido en mi hogar. Se trataba de abandonar todo aquello por lo que había luchado durante tanto tiempo, todo aquello que tanto me había costado amar, todo aquello en lo que se había convertido mi vida, para volver a mi vida anterior, a mi vida real, en cierto modo, al pasado.

Y surgió el miedo. Miedo a volver. Miedo a volver a perderme. Miedo a retroceder al pasado. Miedo al miedo.

Me resulta muy difícil explicar todo lo que ha supuesto para mí este año en tan sólo unas líneas. Tanto que ni siquiera me siento con la capacidad de explicarlo, de modo que es algo que me quedo para mí. Lo que sí puedo decir es que ha supuesto mucho, hasta el punto de sentirme una persona diferente. Tal vez por eso sentí tanto miedo al ser por fin consciente de que todo había acabado. Hace algunos años no habría sentido ese miedo de volver a lo conocido, de volver a mi habitáculo para encerrarme en mi jaula de cristal. Pero las cosas han cambiado y ya no soy la misma. He aprendido a apreciar la vida. He aprendido a vivir y a desear hacerlo por encima de todo, tanto que sentí pánico al darme cuent
a de que mi vida volvía atrás. Pánico al volver a ese lugar, a ese ambiente que me había hecho sumergirme en el sufrimiento, en el odio y en olvido. Pánico a volver a ese lugar que me había visto perder la cordura hasta el punto de perderme a mí misma.

No sé qué me depara el futuro y eso, en cierto modo, asusta. Ahora, un año después, soy capaz de comprender que nunca fui consciente de lo que supondría para mí este año. Ahora, un año después, me doy cuenta de que nunca había amado tanto la vida y de que la vida podía ofrecerme tanto.

Ahora más que nunca desearía retroceder para decirle al estúpido psiquiatra cuánto se equivocaba al decirme que no debía correr el riesgo de salir de casa, de abrir la jaula, de dejar atrás todos mis miedos, de querer avanzar, de querer ver la vida con otros ojos, de querer descubrir todo lo que vida podía ofrecerme.

Nadie dijo que fuera a resultar fácil y, en cierto modo, siento que lo difícil comienza ahora. Ahora que estoy de nuevo aquí, ahora que debo enfrentarme a todos mis problemas, ahora que debo enfrentarme a todos mis miedos. Pero lo cierto es que resulta mucho más
fácil, por difícil que resulte, seguir viviendo y querer seguir haciéndolo cuando has amado la vida al menos una vez.

No más lagrimas. No woman no cry ‘cos everything is gonna be alright. Ahora ha llegado el momento de demostrarme a mí misma que todo lo que he aprendido, que todo lo que he amado, que todo lo que he soñado puede perdurar en mi vida.

La vida se compone de etapas que hay que aprender a abrir y a cerrar. De todas se aprende algo pero hay que saber que cuando una etapa se cierra el aprendizaje y la experiencia perdura. Y la vida avanza. Y cada etapa que comienza se alimenta y se enriquece dela anterior. Y cada etapa es la suma de las etapas anteriores. Sé que no puedo cambiar mi pasado pero sé que puedo cambiar mi futuro. Y ahora, más que nunca, quiero hacerlo. Y, ahora más que nunca, quiero seguir amando la vida porque ahora sé que es posible porque everything is gonna be alright.

ANA

Aún quedaba lo peor


06 ABRIL 2009


Las lágrimas inundaban mis ojos pero hice un esfuerzo para evitar darle la satisfacción de derrumbarme allí delante. Esbocé una amplia sonrisa para hacerle creer que todo iba perfectamente, una sonrisa, tal vez, demasiado apócrifa.


Segundo día en España. Me desperté a las 7 de la mañana para ir al hospital, Unidad de TCA. Habían cambiado la Unidad de planta, ahora está en la 4ª y, por fin, todas las consultas están en el mismo sitio. ¿Qué era eso de pasear tu cara demacrada por cada uno de los pasillos llenos de enfermos?


1er paso: Psicología. El psicólogo fue el primero en atenderme. Lo mismo de siempre. O tal vez no. Ya no tengo demasiado que decir. Me he quedado sin palabras. Cuando llegué a la Unidad, hace ahora casi un año y medio, tenía mucho de lo que hablar. Muchas palabras y sentimientos que pronunciar por primera vez. Una caja de Pandora que destapar, un cúmulo de sentimientos y pensamientos que había ido acumulando en mi interior durante los últimos 8 años y que me habían ido carcomiendo hasta convertirme en ese ser magullado y enfermo que fui durante tanto tiempo. Pero aquello acabó. No hay más. Ya abandoné mis conductas estrafalarias, mis ayunos diarios, mis manías excéntricas hasta la obsesión, mis rutinas estrambóticas y enfermizas. ¿Qué más quieren quitarme ahora? No hay más que decir, ya me deshice de todo aquello que me estaba matando por dentro. ¿Qué más puedo decir?


Pero él quería hacerme hablar y yo no tenía ya palabras. Mis respuestas fueron escuetas. “Sí”, “no”, “bien”, “no lo sé”. He dejado de pensar, de reflexionar, de plantearme y cuestionarme todo lo que hago, por primera vez hago las cosas sin más. Simplemente las hago. Me limito a vivir. Cada 2 segundos se hacía un silencio desagradable que él se empeñaba en llenar explicándome reiteradamente en qué consiste una vida saludable. ¡Cómo si no lo supiera! Perdone señor psicólogo, ¿se ha parado a pensar alguna vez que tal vez no me importe todo ese rollo de la “vida saludable”? Parece que no se enteran. Deporte, una dieta equilibrada, la pirámide de la alimentación… estoy un poco cansada ya de escuchar el mismo cuento de siempre. No se va a hacer efectivo simplemente por repetirlo una y otra vez. A veces me pregunto de qué me sirve ya seguir yendo allí. Me siento incómoda y, en cierto modo, atacada; la situación resulta algo violenta y forzada. Me gustaría por una vez escuchar qué tiene él que decir. Llevo hablando durante más de un año y aún no me ha dado un diagnóstico. ¿Por qué estoy enferma? ¿Qué hice mal? ¿Por qué narices he caído en esta mierda? ¿Qué cojones me pasa señor psicólogo? Te hacen sentir como un ser despreciable, como una rata de laboratorio, como si estuvieras loco. Te llenan el estómago de pastillas y ni siquiera se molestan en decirte qué diablos te pasa.


Finalmente, tras un largo silencio, me dice si tengo algo más que añadir. –“No”–. Como si lo hubiera tenido durante la interminable sesión. –“Bueno, entonces espero que te vaya muy bien en Inglaterra y que te vayan muy bien los exámenes. Ya nos veremos en Junio”–. ¡Por fin! Libre… al menos por el momento. Aún quedaba lo peor.


2º paso: Enfermería. Entré en la consulta, me quité el abrigo y me senté. El mismo ritual de siempre. Lo bueno de las sesiones de enfermería es que siempre sabes lo que va a venir a continuación. Me tomaron la tensión (9/6, ¿qué diablos pasa conmigo? ¿por qué narices tengo siempre la tensión tan baja?) y me pesaron (Oh, Oh). Me lo temía. He engordado. No es nada nuevo. Ya lo sabía. He engordado mucho. Es la vida en Inglaterra. O tal vez sólo la vida Erasmus. Dejas de hacer tanto deporte como sueles hacer, dejas tus dietas estrafalarias (Y Dios sabe que quería seguirla pero allí resulta imposible) y quedas con la gente para comer y/o cenar porque necesitas relacionarte (y, sí, otra vez, todas las relaciones sociales se realizan en torno a la comida). No puedes rechazar las propuestas porque sino te quedas solo y allí necesitas a alguien, la soledad en aquel país se hace insoportable porque no tienes absolutamente nada, a pesar de que siempre creí que sería capaz de soportarla. Y bebes. Bebes mucho. Bebes más de lo que has bebido nunca; y todos sabemos cuánto engorda el alcohol (mierda).


55 kilos. ¡55 kilos! Mierda, mierda, mierda. Sabía que había engordado. Sabía que había engordado mucho, ¿pero tanto? Pensaba que estaría alrededor de los 53 ó 54 kilos. ¿55? Mierda, mierda, mierda. “Vale, 54 kilos sin ropa” es lo que pienso nada más bajarme de la báscula porque no soy capaz de aceptar que peso (mierda) 55 kilos.


¿Saben cuánto pesaba antes de irme a Inglaterra? 48 kilos. ¡48 kilos! ¡Y ahora peso 55! Eso hacen 7 kilos en… ¡7 meses! A un kilo por mes. Me da hasta vergüenza escribir esa cifra, reconocer mi peso. A veces cuando me miro al espejo no me reconozco y pienso “esa no soy yo”. Resulta muy difícil aceptar que pesas 55 kilos cuando hace tan solo un año pesaba 45 kilos, la maravillosa cifra de 45 kilos. Son 10 kilos más en mi, ya no tan, diminuto cuerpecito.


Pero lo he aceptado (¿lo he hecho?). En el fondo, dentro de mí, de algún modo, lo he aceptado. Lo he aceptado porque, de algún modo, este año está siendo un break en mi vida. Y no me importa. Por primera vez no me importa (claro que me importa, joder) o tal vez no me importa tanto como antes. Quiero decir que este año estoy aprendiendo a dar más importancia a otros aspectos de mi vida aunque sé que cuando vuelva a mi vida real eso tiene que cambiar. Lo más difícil ya no resulta aceptar mi cuerpo con sus nuevas curvas porque de algún modo me encuentro incluso más sexy y atractiva (¿será porque he ganado en seguridad y confianza en mí misma?), lo más difícil es aceptar que los pantalones ya no me entran, que la ropa me queda estrecha, que las camisetas se ciñen en los lugares menos deseados y (mierda) ¡no tengo más ropa que ponerme!


Hablo durante algunos minutos con la enfermera. No recuerdo sobre qué porque estaba demasiado absorta pensando en esos aterradores 55 kilos. De todas formas, la enfermera es agradable. No me importa hablar con ella, en cierto modo, sé que está de mi lado y, a pesar de todo, ella no me hace sentir como un bicho raro. Me apoya, me anima y me dice que todo irá bien, que cuando vuelva perderé esos kilos y me estabilizaré. Que no me preocupe. Salgo de la consulta. Segundo obstáculo superado (¿superado? ¿Podré alguna vez olvidar esa abominable cifra de mi cabeza?). Aún quedaba lo peor.


3er paso: Psiquiatría. Entro en la consulta y me siento al otro lado de la mesa del señor psiquiatra. Él pregunta mi nombre (vaya rigor si ni siquiera son capaces de recordar a sus pacientes) y abre la carpeta con mi historial. Me pregunta qué tal va todo. “Estoy en Inglaterra, ¿recuerda? Todo muy bien por allí, muy contenta…” la misma historia de siempre. Tengo algo importante que contar aunque me da miedo hacerlo. Sé que me echará la bronca pero no encuentro el modo de maquillarlo así que simplemente lo suelto, sin más. “Dejé la medicación.” Su cara se tercia en un brusco interrogante entre terror e incomprensión. Su expresión me asusta de modo que intento explicar los por qués (si es que hubo alguno alguna vez). “Usted me planteó la posibilidad de dejar la medicación antes de irme pero decidió mantenerla porque me iba para allá y no sabía cómo reaccionaría al cambio. Empecé a tomarla pero después de alguna semana… la dejé.” “¿Cómo que la ha dejado?” Añade.


La dejé sin más. Me sentía muy bien allí en Inglaterra y, bueno, lo cierto es que allí olvidé mis rutinas, mi organización, los horarios... algunos días se me olvidaba tomarla, otros días dejaba de tomarla porque bebía alcohol y poco a poco, decidí dejar de medicarme. Estaba cansada de meterme tantas pastillas que ni siquiera sabía si me hacían en realidad algún efecto. “Es una insensatez. ¿Cómo se le ocurre hacer tal cosa? Se ha puesto en un altísimo riesgo.” ¿Riesgo? Ni que hubiese muerto. Me dan ganas de reír en su propia cara pero consigo mantener la compostura.


Es cierto que existe un alto riesgo de adicción después de un largo tratamiento con Prozac pero yo no sentí ningún tipo de efecto al dejarlo. Sin embargo, él insiste en el altísimo riesgo al que me había sometido. “Existe un protocolo para retirar la medicación y es muy importante seguirlo rigurosamente. Hay que hacerlo poco a poco. Primero hay que estar una temporada con una dosis reducida, luego pasar a medio comprimido diario, luego a medio comprimido diario días alternos y por último retirar la medicación definitivamente y medir los efectos sobre el paciente.” Pamplinas. A mi juicio no son más que tonterías. Yo no sentí ningún efecto. Y tampoco lo hice premeditamente, simplemente me parecía imposible mantener allí la medicación porque el descontrol y la desorganización en mis horarios y en mi nueva vida me impedían seguir con dicho ritual diario que únicamente me recordaba que seguía estando enferma.


“Pero todo va perfectamente, me siento muy bien, como de todo, he dejado de saltarme comidas, como muchas más cosas que antes…” Él se extraña. Le resulta sumamente extraño que tras retirar la medicación bruscamente todo fuera bien. “Bueno, si usted dice que va todo bien, me alegro pero se ha puesto en un alto riesgo” añade con una expresión de incertidumbre y asombro en su rostro haciéndome sentir, no sólo terriblemente culpable sino, incluso, en cierto modo, loca; recién salida del manicomio.


“Bueno, he tenido algún episodio de vómito en los últimos meses pero ha sido muy ocasional.” Digo yo con cierto orgullo. “Ah. Ya me extrañaba a mí que estuviese todo bien cuando me dijo que había dejado la medicación.” Dice él en un tono de alarde y arrogancia, como si estuviese esperando cualquier minucia para clavarme el puñal de la vanagloria. “¿Qué quiere decir con ocasional?” “Pues… 3 ó 4 veces en 3 meses”. No está mal, ¿no? Al menos yo me sentía orgullosa de esa cifra. No es algo que me enorgullezca. Resulta terriblemente violento y nauseabundo saber que me he inclinado sobre la taza de váter y he deslizado mis dedos a través de mi garganta una y otra vez porque no he tenido la suficiente fuerza de voluntad para controlar mi ingesta. Sin embargo, 3 ó 4 veces resultaba para mí un logro, especialmente después de haber pasado tantos años de mi vida vomitando hasta 2 (y, a veces, incluso 3) veces al día de cada día de cada semana de cada mes.


“4 veces en 3 meses hace una estadística de más de 1,3 vómitos al mes.” Añade él. ¿De verdad cree que esto se puede medir conforme a estadísticas? Semejante estupidez. No es cuestión de estadísticas. Ni siquiera se toma la molestia de preguntarme qué había desatado esos episodios, cuál había sido el desencadenante o por qué lo había hecho. En mi humilde opinión, no creo que tenga nada que ver con la medicación. No quiero decir que la medicación no tenga ningún efecto porque, obviamente, claro que lo tiene, pero esto va más allá de cuestiones físicas. Tiene que ver con las emociones y sentimientos (cuántas millones de veces habré escrito ya esta frase) y aún no se dan cuenta. Algunas personas pagan su malestar emocional con el alcohol, las drogas, la soledad, la depresión… yo lo pago con la comida y en varias ocasiones puntuales que no he sido capaz de controlarlo he ido al baño y he vomitado. 4 veces en 3 meses. No lo considero alarmante. Pero, obviamente, para el señor psiquiatra aquello supone un riesgo de muerte porque (Oh, ¡Dios mío!) ¿qué persona en su sano juicio deja de medicarse por cuenta propia y se mete los dedos en la garganta hasta provocarse el vómito? Habría que estar loco para hacer algo semejante; de hecho, ni siquiera sé qué hago suelta por el mundo, debería estar encerrada en un psiquiátrico.


Sí, sé que puede sonar algo brusco y, aunque no lo crean, no tengo nada en contra de los señores psiquiatras (aunque en los últimos años empiezo a cogerles algo de manía porque piensan que con sus miles de pastillas de formas y colores diferentes pueden arreglar el mundo) pero éste en concreto ha perdido toda la credibilidad para mí. ¿Cómo creer en su palabra cuando me dijo hace muchos meses que debería estar ingresada en el hospital? ¿cuando me dijo que debía dejar la universidad, mis clases, mi familia, mi vida, para centrarme de lleno en el tratamiento e ingresar en el hospital de día? ¿cuando me dijo que si no me lo tomaba en serio me iba a morir? ¿cuando me dijo que no debía irme a Inglaterra sino desaprovechar la oportunidad de mi vida para quedarme aquí y resarcirme en mi propia mierda?


Aún me cuesta comprender cómo una persona que, supuestamente, debería saber cómo tratar a una persona con trastornos alimenticios no es capaz de entender que encerrar a un paciente en un lugar rodeado de comida por doquier, pensando en comida, kilos y calorías las 24 horas al día, rodeado de enfermedad, de enfermos, médicos, básculas, metas, objetivos, rutinas y organización cada día, alejándole de su vida, de una vida normal, de los sentimientos y emociones a los que tiene que enfrentarse, que tiene que aprender a afrontar, pueda creer que de verdad encerrarle en esa burbuja irreal sea beneficioso. Él quería arrebatarme mi vida, mis oportunidades, mis estudios… yo no necesito estar encerrada, necesito vivir para aprender a disfrutar la vida, para aprender a desear vivir, para aprender a hacerlo aquí fuera, en el mundo real, con todas las consecuencias. Lo siento señor psiquiatra, ha perdido toda la credibilidad para mí.


“Muy bien, usted verá lo que hace.” Todo lo que me puede ofrecer es continuar (o empezar de nuevo) con el tratamiento. Me propone un nuevo tratamiento. No recuerdo el nombre de la nueva medicación, algo relativamente nuevo. Una nueva receta de topiramato (el topiramato son anticonvulsivos para el tratamiento de la epilepsia y el síndrome de Lennox-Gastaut en niños aunque algunos psiquiatras lo usan en el tratamiento del trastorno bipolar, la obesidad o el alcoholismo) mejorada. Pero hay un pequeño detalle. Este nuevo fármaco puede provocar un efecto negativo en el nivel de sodio del organismo con lo que conviene hacerse análisis periódicos (más mierda). Estoy cansada de pastillas, básculas, análisis de sangre, análisis de hormonas… Sólo quiero un respiro. No me apetece estar en Inglaterra pensando en toda esta mierda. Allí estoy bien, que me dejen vivir. Tal vez cuando vuelva me apetezca pensar de nuevo en todo esto pero, de momento, sólo quiero que me dejen disfrutar de este año de mi vida.


Le digo que lo pensaré porque no sé si allí podrán hacerme las pruebas (lo cual es cierto). Pero la verdad es que no sé qué hacer. Algunas veces deseo dejarlo, acabar con todo. Ahora me siento bien y, sinceramente, lo de los vómitos ocasionales no creo que sea cuestión de pastillas sino de control personal. Pero, otras veces, tengo miedo. Sé que corro un riesgo muy grande y soy consciente de que cuando vuelva de Inglaterra, cuando vuelva a mi vida real de nuevo (y encima con esos kilos de más) el riesgo será muy elevado. Una parte de mí quiere acabar con todo de una vez pero otra parte de mí cree que lo correcto es no dejar el tratamiento y hacer caso a los señores médicos.


Llega un punto en que me pregunto si el resto de mi vida será así, si todo esto acabará alguna vez. Subidas y bajadas, tratamientos interminables, visitas a los señores “psi”… Cuando todo empieza nunca piensas qué pasará más adelante, te limitas a pensar en el ahora, en bajar esos kilos, en mantener el control; pero poner fin es más difícil cuando es demasiado tarde y no somos consciente de que aún queda lo peor.



ANA