Diagnóstico final


29 JULIO 2007

Estaba equivocada. He estado mucho tiempo esperando que alguien me salvara. Pensaba, o tal vez creía, en el fondo de mí misma, que alguien vendría a salvarme. Tal vez una parte de mí siga creyendo en aquel cuento de hadas en el que la princesa espera en la más alta torre a ser rescatada por un apuesto príncipe que la salve de las fauces del dragón o tal vez de sí misma. Tal vez una parte de mí misma siga creyendo ser esa princesa o más bien queriendo serlo esperando a ser rescatada. Pero ahora me he dado cuenta de que nadie vendrá a salvarme. Que soy una princesa atrapada en la torre de mi propio castillo, de mi castillo de arena.

Día a día voy poniendo granitos de arena sobre ese castillo que me cobija, que me esclaviza y que me tiene presa. Hasta que un día, de repente, el castillo de arena se desmorona y tú te desmoronas con él. Estás atrapada bajo tu propia arena, bajo tu propia esclavitud, bajo ti misma y nadie vendrá a salvarte. Tienes que salvarte tú misma.

Estaba convencida de que alguien vendría a salvarme. Esperaba, de verdad esperaba, que alguien me salvase y ahora me he dado cuenta, como nunca antes lo había hecho, de que la única que puede salvarse soy yo misma. En el fondo de mí esperaba, y de hecho estaba convencida de, que alguien vendría a salvarme y me diría “vamos, no te preocupes. Ahora estás a salvo. Cierra los ojos, dame la mano y déjate guiar.” Entonces todo iría bien. Ya sabía que no sería fácil. Que me resultaría tremendamente duro caminar por el asfalto con los pies descalzos pero esperaba, creía que alguien me mostraría el camino.

Y ahora me siento desorientada porque no sé qué camino debo escoger. Porque aunque hay una parte de mí que me dice que debo seguir adelante, aunque hay una parte de mí que me impulsa a seguir caminando, siento que no puedo hacerlo sola. Siento que no sé hacerlo sola y que si sigo haciéndolo sola volveré a tropezar con cada piedra, con cada árbol, con cada arbusto. Porque, en el fondo de mí misma, necesito que alguien me diga qué camino debo escoger y más que eso, cómo debo afrontar el camino sola para no cometer los mismos errores, los mismos fallos y no volver a caer.

Acudí a la consulta del psiquiatra algo asustada, o más bien inquieta, pero muy segura de mí misma. Sabía que ese era el único lugar en el mundo en el que debía estar en ese momento. No había estado más segura de nada en toda mi vida. Llegué un poco antes de la hora prevista. Tal vez para no hacer esperar al doctor o más bien para que no se hiciera una idea anticipada y errónea de mí (o más bien la idea correcta).

No era como imaginaba. No había ningún diván por ninguna parte. Era una habitación pequeña, trivial, vulgar e impersonal. Apenas un par de estanterías llenas de libros entre 4 paredes vacías. Una mesa. El doctor, un señor de unos 50 años con gafas y aspecto amable, sentado tras un escritorio basto y rudo. Dos sillas al otro lado. Me senté algo tímida y comencé a hablar. Estaba nerviosa. Movía las manos con gran diligencia y hablaba con locuacidad. El psiquiatra enseguida se dio cuenta de que era muy consciente de lo que me pasaba, de que expresaba a la perfección cada cosa sentía y las razones para cada uno de esos sentimientos. Hablamos largo y tendido. Él me interrumpía con algunas preguntas.


¿Cómo te describirías? ¿Dirías que eres una persona perfeccionista? ¿Viviste alguna circunstancia o situación anormal en tu infancia? ¿Te obsesionas con hacer las cosas del mismo modo una y otra vez, repetir frases o realizar algún tipo de ritual el mismo número de veces? ¿Qué sucede cuando no lo cumples? ¿Qué tal te llevas con tus hermanos? ¿Cómo es tu madre? ¿Cómo te sientes? ¿Dirías que has perdido la ilusión? ¿Qué cosas te gustan? ¿Te lavas las manos con frecuencia? ¿Has tenido alguna crisis de ansiedad? ¿Cuánto pesas? ¿Te ha desaparecido la menstruación? ¿Te preocupa tu peso? ¿Tomas pastillas para adelgazar, laxantes, diuréticos...? ¿Fumas? ¿Bebes?...


Yo contestaba a cada una de sus preguntas sin apenas titubear. Entonces me preguntó cuál era mi diagnóstico. Me quedé perpleja. ¿Mi diagnóstico? Pensé que debía ser él quien me hiciese un diagnóstico. Se dio cuenta con facilidad de que comprendía perfectamente lo que me pasaba. Anuncié que tenía problemas alimenticios que había desarrollado desde hacía años y que, si bien, ahora estaba mucho mejor, más recuperada y más estabilizada, creía que mi verdadero problema era otro, que se ocultaba tras esas extrañas conductas alimenticias pero que no acertaba a averiguar.


Hablamos largo y tendido sobre la psiquiatría, la psicología, diversos trastornos de la conducta, manías, tipos de tratamientos, la personalidad, etc, me sentí muy a gusto hablando con el psiquiatra en una conversación de tú a tú con alguien que comprendía a la perfección cada una de mis reacciones.


Tras la consulta anunció su veredicto. En primer lugar, tengo un perfil que encaja a la perfección con el de la anoréxica, lo cual conlleva un gran riesgo. Sin embargo, en la actualidad, según el psiquiatra, no encajo exactamente en ningún cuadro clínico. Tengo síntomas diversos que rozan algunos trastornos de la conducta, manías, o trastornos obsesivo-compulsivos propios de mi carácter y de una personalidad que no me beneficia en absoluto. Su diagnóstico final fue depresión leve y Trastorno Alimenticio No Específico.


Me recetó unos antidepresivos y unos ansiolíticos que debía tomar hasta nuevo aviso.


En un primer momento, dudé si debía hacerlo. En cierto modo, me parecía una forma de abstraerse de la realidad. No creo que el mejor modo de curar a una persona que sufre a causa de una realidad que le deprime, que le angustia, que le esclaviza, sea abstraerla de ella. Es como otro parche. Unas pastillas que tiñen tu vida de color de rosa. Yo quiero ser feliz por mí misma. No quiero unas pastillas que desvirtúen mi realidad.


Prozac. Leo el prospecto. Efectos secundarios: leve pérdida de peso. Genial. Voy a perder peso tomándome estas pastillas. Me arrepiento de no haber acudido al psiquiatra antes. Sé que los antidepresivos y los ansiolíticos pueden crear adicción y sé que tengo una personalidad muy dada a los comportamientos adictivos. Este hecho se me antoja especialmente tentador en un nuevo intento de autodestrucción que, desgraciadamente, controla mi vida.


Desde “Mi gran día” sigo a raja tabla las dosis de mis medicamentos. Pero sé que no es la solución. Esperaba, inocentemente, que aquel hombre de aspecto gentil y bizarro me quitase las cadenas que me oprimen. Espera algo. Tal vez un milagro. Esperaba quizá salir de la consulta con un nuevo Plan. Un método a seguir. Un tratamiento, algún tipo de orientación. Esperaba realmente que aquel hombre me salvase. Pero al salir de la consulta comprendí que nadie vendrá a salvarme. Que tan sólo puedo salvarme yo misma.


Gracias a todas por vuestros comentarios, vuestro apoyo incondicional y vuestras palabras de ánimo. Todo va bien. Al día siguiente de acabar la consulta me fui a pasar unos días con mi chico y luego a ver a mi abuela. Llegué esta misma tarde y no pude esperar a escribir. Dentro de un par de días vuelvo a irme de vacaciones y volveré a dejar un hueco durante algún tiempo pero espero volver a escribir antes de marchar. Un saludo.


ANA


Hoy es mi gran día


10 JULIO 2007

Hoy es mi gran día. Llevo años esperando este momento.


En algún momento de mi vida llegué a creer que este día no llegaría nunca. Me convencí de que podría salir de esto sola, de que no necesitaba ayuda y que, algún día, todo sería diferente como por arte de magia. Pero, en el fondo, sabía que este día tenía que llegar, que, por mucho que creyese que las cosas cambiarían por sí solas, este paso era inevitable si de verdad ansiaba vivir la vida en su máximo esplendor.


A veces creo que es posible, eso me da la fuerza para continuar cada día. Pero otras veces siento que no es más una lacra inevitable en mi vida, que siempre viviré con esto. Forma parte de mí. Y soy consciente de que puedo llegar a un punto en mi vida que me permita ser feliz si me lo propongo de verdad, aunque también soy consciente de que llevaré esta carga el resto de mi vida.


Yo soy así. Negativa, pesimista, fría, pensativa, melancólica, dramática, sarcástica, triste. La tristeza es parte de mí y, por mucho que pese, me gusta. Me gusta ese aire melancólico y nostálgico, me gusta esa insatisfacción con el mundo porque me permite creer que las cosas pueden cambiar, porque me permite seguir soñando. Me gusta ese aire bohemio, soñador y romántico. Me gusta el dramatismo del mundo. Y tal vez no sea más que una incongruencia pero me gusta. Porque forma parte de mí.


Alguien dijo en un comentario que le gustaba entrar en mi blog para leer toda esa “dolorosa belleza”. Me gusta escribir así, es parte de mí, es lo que siento, dolorosa belleza. Porque en cierto modo la belleza se oculta en lo dramático, en la nostalgia, en la melancolía, en la tristeza. Me gustan las películas con final triste porque son más bellas, más reales, más dramáticas.


Y, en cierto modo, me da miedo dar este paso porque no quiero que me quiten eso. Tengo miedo de que me despojen de mi tristeza.


Tengo miedo.


Hay una parte de mí que ansía por encima de todo recuperarse, disfrutar de la vida, sonreír y ser feliz. Pero tengo miedo de que me quiten algunas cosas que, poco a poco, se han ido convirtiendo en mi vida, Mis listas, mis objetivos, mis planes, mi dieta, mis ayunos, mis AYUNOS, mis pensamientos.


Hay otra parte de mí que se resiste a creer que por el hecho de dar este paso vayan a quitarme esas pequeñas cosas. Mis AYUNOS. Sobre todo mis ayunos, porque los necesito más que nada en este mundo para enfrentarme a la vida cada día. Supongo que si de verdad creyese que por el hecho de dar este paso van a privarme de mis ayunos, entonces, tal vez, no hubiera dado este paso. Porque necesito seguir saltándome las comidas, tirando, escondiendo, mintiendo y, sobre todo, negándome a mí misma. Necesito esa irremediable mentira. Necesito esa rutina, esa creencia, esa ineludible obra de cada día.


Contrariamente a lo que muchos creen, no tengo miedo de sentarme en la consulta del médico y hablar. No tengo miedo porque llevo hablando conmigo misma mucho tiempo y comprendo a la perfección cada uno de mis sentimientos. He logrado entender, a base de sufrimiento, cada una de esas emociones que me atenazan, que me oprimen el pecho y no tengo miedo de confesárselas a nadie porque llevo mucho tiempo confesándomelas a mí misma. No tengo miedo de sentarme y hablar porque llevo mucho tiempo haciéndome preguntas que nunca he sabido responder y necesito que alguien les dé respuesta.


Sin embargo, sí me da miedo hablar con mi familia. Hace unos días le confesé a mi madre que iba a ir al psiquiatra. Después de muchas reflexiones me convencí de que mi madre debía saberlo. Esto ha sido lo más duro.


Cuando por fin saqué fuerzas y le hice la temida confesión, entre sollozos y lágrimas, mi madre se quedó sin palabras. Al cabo de unos instantes, ella sólo pudo articular algunas palabras de apoyo y aprobación. Cuando ya hubo meditado un poco sobre el tema y yo estaba más tranquila quiso aclarar algunas cosas, quería saber más.


Mi madre no era consciente de cómo estaba en realidad. Fue muy duro decirle a mi madre que había estado varios años vomitando. Fue muy duro decirle que había vuelto a hacerlo. Pero hay tantas cosas que sigue sin saber… Resulta muy duro hablar de determinadas cosas con la gente que te importa. Resulta muy duro hacer una confesión de este tipo a una madre. Y, aunque en el fondo de mí misma soy consciente de que era algo que debía hacer, a veces me arrepiento. Sin embargo, siento que me hubiese quitado una enorme carga de encima. Cuando le confesé a mi madre todo esto, sentí que me había quitado un enorme peso de encima. Un peso demasiado grande.


Tal vez esté haciendo lo correcto, tal vez, esté intentando quitarme esa carga poco a poco. Tal vez esté intentando desprender de mi alma ese tumor que me atormenta, que me hunde, que me atenaza, que me impide ser feliz. Sin embargo, aunque hay una parte de mí que sabe que hago lo correcto, a veces me dan ganas de echarme atrás, de salir corriendo. Porque, en el fondo, tengo miedo.


Pero, entonces, pienso que no puedo salir corriendo, que no puedo huir, porque llevo demasiado tiempo esperando este momento, porque "Hoy es mi gran día".


Gracias a todas por vuestro apoyo.


ANA


Me rindo II


04 JULIO 2007

El lunes fui al médico. Sé que dije que no volvería pero me cambié de médico de cabecera y fui.


Estaba un poco asustada, nerviosa, sentía las palpitaciones de mi corazón por todo el cuerpo. Entré en la consulta y le dije al médico que creía que debería ir al psicólogo o al psiquiatra o algo. Me preguntó si tenía depresión o algo así. Le dije la verdad. “Empecé a hacer dieta hace unos 6 ó 7 años porque tenía sobrepeso. Poco a poco empecé a obsesionarme con la dieta, con los kilos y empecé a vomitar. Estuve así 4 ó 5 años. Luego decidí que tenía que dejar de hacerlo, que estaba destrozando mi vida. Y dejé de vomitar. Pero nunca quise ayuda.”


El médico me miraba asombrado y cuando dije “tenía que dejar de hacerlo, estaba destrozando mi vida” me dijo “muy bien, muy bien”. Pero, en febrero de este año, murió mi abuelo y, entonces, “volviste a hacerlo” añadió él. “Sí”. “Nada más volver del funeral, después de varios años sin (apenas) vomitar, comí y lo vomité todo. Y desde entonces he vuelto a hacerlo.”


Le dije que el verdadero problema, aparte de eso, es que desde entonces, me había obsesionado con otras cosas, como el orden y…. entonces empecé a ponerme nerviosa y el médico me dijo que no me preocupase. Que me mandaría al psiquiatra y que ya le contase todo a él. Me puso “depresión” porque, según él, eso englobaba un poco todo pero que luego ya le explicase a él lo que me pasaba.


Me dijo que todo se arreglaría. Me felicitó en varias ocasiones por haber acudido al médico. Creo que se sorprendió de que alguien acudiera voluntariamente y pidiera ayuda. Me repitió que no me preocupase, que todo iría bien pero que sería muy difícil. Que tendría que ser fuerte y luchar. Que, sobre todo, tenía que ser yo misma la que se enfrentase a esto. Me ofreció su apoyo incondicional por si necesitaba cualquier cosa, lo que, tal vez engañosamente, me consoló.


Y me dijo que me pondría preferente. Que le había caído muy bien. Me repitió en varias ocasiones lo bien que le había caído. Salí de la consulta aliviada y angustiada al mismo tiempo. Pero, sobre todo, al salir sentí que me había quitado un enorme peso de encima. Fue como quitarme las esposas que me esclavizan en mi vida y entregárselas a él. Como decir “No. No quiero seguir siendo la esclava de nadie, quiero ser libre.”


Tengo cita con el psiquiatra el martes que viene. No sabéis el miedo que tengo. A veces me dan ganas de echarme atrás. De… salir corriendo y decir “no, no, no. No puedo hacerlo.” Pero tengo que hacerlo. He dado el paso y… ahora tengo que continuar caminando. Pero tengo miedo.


Valentina, Malicienta, Elena, Christina, Anne, Anónimos, Pryncesa Azul, Myselfagain, Chik gris...


y todas las que me habéis leído y no os atrevisteis a escribir porque tenías miedo… a todas las que me habéis comprendido, las que me habéis apoyado y animado, gracias, gracias de corazón. No puedo decir nada más. Quisiera decir tantas cosas… pero a veces las palabras son insuficientes. Lo sabéis muy bien y también yo me quedo sin palabras.


Vais a conseguir que se me salten las lágrimas y… con lo fría que suelo (intentar) mantener la cabeza para estas cosas… es algo que me abruma.


Pero creo que estos días estoy especialmente sensible. Ha sido muy duro, no sabéis cuánto (o tal vez sí), dar el paso.


Hace ya varios años que decidí que tenía que darlo. Pero no sabía cómo. Me daba miedo. Tenía pánico sólo de pensar que todo cambiaría y, en el fondo, estaba deseando que cambiase.


¿Cómo lo he hecho? No lo sé. Pensé que podía hacerlo sola pero me equivoqué. Me daba miedo pedir ayuda y me empeñé, convencida, de que podría salir de esto sola.


Han sido muchos años de altibajos, convenciéndome de que podría hacerlo, convenciéndome de que no estaba tan mal, de que no era para tanto. Han sido muchos años negándome la felicidad.


Era algo que quería hacer desde hace mucho tiempo pero me daba miedo, no sabía cómo hacerlo ni por dónde empezar. De modo que lo dejas pasar, convenciéndote de que, algún día, todo se arreglará, cuando, en realidad, se va estropeando cada vez más.


Supongo que habrán sido muchas cosas. Me he cansado, me he quedado sin fuerzas, he perdido la ilusión, las motivaciones… son muchos años de sufrimiento que pesan, que pesan demasiado.


Pero lo que de verdad me ha hecho dar el paso es, a mi juicio, pensar en mi futuro. ¿Qué será de mí el día de mañana? ¿Hay un mañana para mí? Esa idea continua en mi cabeza, la idea constante de que las cosas algún día cambiarían y harían que todo mereciese la pena, la idea de que había un futuro esperándome que podía ser maravilloso me ha ayudado a dar el paso.


Pensar que… estoy destrozando mi vida. Que todos los sueños que siempre había tenido se estaban desvaneciendo conmigo. Que tal vez, algún día podría encontrar un estímulo, un lugar en el mundo para mí que me hiciese querer seguir viviendo y, entonces, a lo mejor ya sería demasiado tarde porque estaba destrozando mi vida.


No quiero arruinar el resto de mi vida solo por esto.


Ojalá pudiera deciros cómo dar el paso pero no tengo la fórmula secreta, ni siquiera sé cómo lo hice. Sólo sé que para dar el paso primero debes estar convencido de que deseas darlo. Aunque sigas queriendo estar delgada, aunque sigas queriendo dejar de sentir, aunque te cueste poner un bocado de comida dentro de tu boca sin sentir la necesidad acuciante de ir al baño a vomitar, aunque, en el fondo de ti misma, sigas queriendo seguir adelante con tu propósito para demostrarte que pudiste ganar la batalla. A pesar de todo eso, que sigue carcomiéndome la cabeza constantemente, tienes que estar convencido de que quieres dar el paso. Tienes que darte cuenta de que, por muy duro que te resulte vivir, por muy difícil que pueda resultarte enfrentarte día a día a la vida, deseas vivir, por encima de todo y encontrar el modo, el verdadero modo, que te permita hacerlo.


Sé que, en cierto modo, no me estoy rindiendo. Que, en el fondo, lo que estoy intentando es no rendirme. Pero hay una parte de mí que se rinde. Que se rinde en este juego que es la anorexia. Hay una parte de mí que ha dicho: “No puedo más. No soy capaz. No he sabido vivir. Creí que podría hacerlo sola pero no he sabido. Y me rindo”.


Puede que penséis que he sido muy valiente y, tal vez, de algún modo lo he sido. Pero, por otra parte, también he sido muy cobarde. Cobarde porque no he sabido hacerle frente a esto sola.


Gracias de nuevo por vuestros halagos a mi forma de escribir, lo repetiré hasta la saciedad si hace falta porque es muy importante para mí. No me siento en posición de ser el ídolo de nadie, ni siquiera me siento digna de admiración, pero si eso puede ayudar, en lo poco que sea, a que alguna de vosotras se pare a pensar en su futuro, se pare a pensar que tal vez, en el fondo de sí misma, está chillando a gritos que desea vivir, que desea ser feliz, a que alguna de vosotras se convenza de que debe también dar el paso, entonces me alegro, no sabéis cuánto. Si esto sirve de estímulo, de ayuda, de apoyo, de ejemplo para alguien, si sirve, tan solo, para que alguna de vosotras se pare a pensar que tal vez no está siguiendo el camino más correcto, para que alguna de vosotras se de cuenta de que es posible hacerle frente e intentarlo, entonces habrá valido la pena.


No hace falta ser sobrehumano ni siquiera ser más listo, ni más fuerte, sólo hace falta querer. Sólo hace falta que te des cuenta de que deseas vivir, por encima de todo. Yo no soy más que nadie. Si yo he podido también vosotras podéis hacerlo.


Sé que es muy difícil convencerse de dar el paso porque es más fácil taparse los ojos y seguir caminando sin saber por dónde vas. Lo sé porque a mí también me costó muchos años quitarme la venda para ver qué estaba haciendo con mi vida. Es muy difícil, de modo que lo entiendo perfectamente. Pero es posible hacerlo y sé que también vosotras podéis hacerlo.


De nuevo, me veo aquí dando consejos e intentado salvar a la humanidad de la esclavitud que le oprime. No me gusta. Siempre he dicho que no me siento en el lugar de aconsejar a nadie, que no soy quién para hacerlo. Pero aquí estoy de nuevo, dando ánimos para que salgáis de esto. Pero si consigo que alguien al menos, se pare a pensar qué está haciendo con su vida, que se pare a pensar si ese es el camino que de verdad quiere seguir, entonces, habrá servido de algo.


Por que, tal vez, en el fondo, alguna de vosotras también esté deseando decir: “Me rindo”.


ANA


Me rindo


02 JULIO 2007


“Hola.”


– “Buenos días, ¿Cómo te llamas?”


– “Ana.”


– “Muy bien, Ana, dime, ¿Por qué estás aquí?”


– “He imaginado cómo sería este momento en muchas ocasiones durante los últimos meses. He imaginado que entraría aquí y usted me preguntaría por qué estaba aquí. Y me he imaginado dándole diversas respuestas tan audaces y ágiles que le dejarían asombrado. Había pensado decirle que, en realidad, esperaba que usted me dijese por qué estoy aquí. También, se me ocurrió decirle que la razón por la que estoy aquí es porque me he rendido, porque no puedo más, porque no soy capaz de hacerlo sola. Y, tal vez, le hubiese dicho que la verdadera razón por la que estoy aquí es porque no sé porqué estoy aquí, porque quiero saber por qué estoy aquí, porque busco respuestas. Y, sin embargo, ahora, estoy aquí y no sé qué debo decir. “


Me he rendido. Bueno, tal vez no me haya rendido del todo. Pero, en cierto modo, lo he hecho. No puedo más. No soy capaz de hacerlo sola. No soy capaz. Me rindo.


Durante el último mes de Junio he empeorado hasta extremos insospechados. No en cuanto al peso, la comida o la delgadez, sino mentalmente. Se me ha ido la cabeza literalmente.


He estado un mes entero de exámenes que me ha sumido en la más absoluta de las locuras. Ya antes era consciente de lo importante que se ha tornado la rutina en mi vida. Pero creía, equivocadamente, que podía controlarlo – maldito control –, que podía llegar a un equilibrio que me permitiese vivir de un modo satisfactorio, que me permitiese vivir, simplemente, vivir. ¡Cuán equivocada estaba! La rutina no es más que un engaño, un parche más en mi corazón. Pero cuando ésta desaparece te sientes débil, torpe, inválido, desorientado, perdido, angustiado, descontrolado. Terminaron las clases allá por finales del mes de mayo y con ella mi rutina. El gran parche de mi vida. Terminaron las clases, los horarios, los madrugones, el gimnasio, las listas, las tareas, los qué hacer. Y cuando todo eso se acaba siento que no tengo nada, siento un enorme vacío. Cuando el parche desaparece queda al descubierto el enorme agujero que hay en mi corazón, en mi vida.


Creía, equivocadamente, que podía controlarlo – maldito control ­–. Creía, equivocadamente, que podría encontrar un modo de enfrentarme a la vida, otro parche que hiciese las veces de rutina hasta que empezasen de nuevo las clases, los horarios, los quehaceres, la rutina.


Pero los parches ya no son suficientes para tapar el enorme agujero de mi vida. Ha llegado un momento en que el agujero es tan grande que no soy capaz de taparlo y este agujero no sutura solo, no cicatriza. Y duele.


Y me rindo.


Durante los últimos meses me he dado cuenta que durante los últimos años me he estado engañando al intentar convencerme de que lo había superado, de que había mejorado. Pero no es cierto. No sólo no he mejorado sino que, además, he empeorado. Pero me he dado cuenta, también, de que la anorexia, no es mi verdadero problema. De que la anorexia no es más que otro parche que puse en otro momento de mi vida. Otro parche que no he sabido quitar y que pesa en el bagaje de los sueños rotos. La anorexia no ha sido más que un modo falso de enfrentarme a la vida, creyendo, erróneamente, que si conseguía controlar algo, podría controlar mi vida.


Durante los últimos años me he empeñado en convencerme a mí misma de que podía superarlo sola. De que no necesitaba ayuda porque vivir no podía ser tan difícil. No debería serlo. Pero lo cierto es que no puedo hacerlo sola. Se me escapa de las manos. Siento que me hubiesen puesto la vida en las manos y no supiese qué hacer con ella.


Y durante los últimos meses se me han agotado las fuerzas. Me he quedado sin aire. He perdido las fuerzas y no soy capaz de levantarme. Se han ido cayendo los parches de mi vida uno a uno, poco a poco, y, ahora, no encuentro el modo de enfrentarme a ella.


Durante los últimos meses he empeorado hasta extremos insospechados. Mis manías han aumentado hasta el exceso, mis obsesiones, la angustia, el orden, la ansiedad, la rabia, la ira, el inconformismo, el pesimismo, la soledad, la inquietud, el miedo… me puede. Y me rindo. La irritabilidad, los cambios repentinos de ánimo, todo o nada, la insatisfacción, la falta de concentración, la sensación de vacío, la angustia, los impulsos, las voces, esas imágenes en mi cabeza… todo ha vuelto con más intensidad. La idea recurrente de suicidio.


Y, aunque hay una parte de mí que sabe que nunca lo haría, me da miedo. Porque nunca se sabe. Porque he perdido el control – maldito control­ –. Y nunca había pensado de un modo tan cercano y tangible en el suicidio. Porque la idea me carcome la cabeza continuamente y me asusta. Porque tengo miedo. Porque se me va de las manos. Porque no veo otra salida. Porque me puede. Porque no soy capaz. Porque me he dado cuenta. Porque me he estado engañando. Porque necesito ayuda. Porque, porque, porque…


Me rindo.


Esta tarde tengo cita con el médico. Me he rendido. Necesito ayuda. Y tengo miedo. Sé que no será fácil. Pero es mi última esperanza. Sola no sé hacerlo, no he sabido hacerlo. No he sabido vivir. Después de 10 años creyendo que podía hacerlo sola me he dado cuenta de que solo era un engaño. Otro engaño más en mi vida. Y he decidido hacer lo que debí haber hecho hace más de 6 años. Rendirme.


Después de varios meses de divagaciones, de disgustos, de crisis, de enfados, de sufrimiento, he dado el paso, pedir ayuda. Y cómo cuesta pedir ayuda. Una ayuda que debí haber pedido hace más de 6 años. Una ayuda que no sé si llegará demasiado tarde. Una ayuda que me da miedo.


Y he imaginado en muchas ocasiones cómo sería la primera sesión, imaginando qué decir, qué palabra exacta debía utilizar a continuación. He imaginado en muchas ocasiones qué le diría al psiquiatra. He intentado averiguar la razón, la verdadera razón, por la que estaría allí.


Porque quiero vivir.


Porque…


Me rindo.


ANA


Que se pare el mundo


01 JULIO 2007


Terminaron los exámenes.


Por fin terminaron los exámenes. Maldita desdicha de un mundo que se mueve demasiado rápido sin siquiera saber a dónde ir, sin rumbo, sin sino. ¿Por qué? ¿Por qué nos movemos a un ritmo tal que atenaza a nuestros corazones? ¿Por qué? ¿Por qué las palabras atraviesan mi mente sin sentido alguno? ¿Por qué? ¿Por qué las palabras surcan mi mente, mi alma, fundiéndolas en un solo ser? ¿Por qué? ¿Por qué tantas preguntas sin responder? ¿Acaso es posible vivir sin saber? Vivir sin respuestas…


Maldita desdicha de un mundo que se mueve demasiado rápido. Que se pare. Que se pare el mundo. Yo me quedo aquí.


Llega el verano. Maldita desdicha de un mundo que se mueve demasiado rápido. El verano viene y va, dando paso al otoño, el invierno y la primavera para volver de nuevo al principio, para volver de nuevo al verano. Maldita desdicha de un mundo que se mueve demasiado rápido.


Que se pare el ritmo frenético que atenaza nuestras vidas. Que se pare el mundo. Yo me bajo aquí.


Malditas palabras que surcan mi mente a un ritmo pavoroso sin dejarme apenas respirar. Que se pare el mundo, yo me bajo aquí.


Llega el verano, maldito verano, maldita desdicha de un mundo que se mueve demasiado rápido. De un mundo que gira y gira sin cesar. Que se pare el mundo yo me bajo aquí.


Terminaron los exámenes. ¿Y ahora? ¿Qué sucederá ahora? Se acabaron las clases, los quehaceres, la rutina. Se acabó la rutina. ¿Y ahora qué? ¿Qué será de mí?


Ya llegó el verano. Aborrezco el verano. Aborrezco el verano porque con él se va mi rutina. Todo cambia y aborrezco los cambios. Y aborrezco el verano. La llegada del verano, tener que adaptase de nuevo. Los cambios. No me gustan los cambios. El calor, el tiempo, el aburrimiento, las palabras surcando mi mente. La playa, la piscina, ponerse de nuevo el biquini. ¿Por qué me resulta tan difícil si cada año es lo mismo? Lo mismo de siempre pero a la vez diferente porque todo cambia y tienes que volver a adaptarte. Y acaba de empezar el verano y ya deseo que comience el otoño. El frío, la manga larga, las clases, la rutina. Qué difícil me resulta adaptarme a los cambios. Qué rápido va el mundo.


Maldita desdicha de un mundo que se mueve demasiado rápido. Que se pare el mundo yo me bajo aquí.


Un mundo que se mueve demasiado rápido sin apenas darme tiempo para disfrutar porque aún me estoy adaptando, aún estoy buscando el modo de sobrevivir en mundo que se mueve demasiado rápido.


Y acabará el verano y comenzará el otoño y tendré que volver adaptarme, a encontrar el modo de sobrevivir a la rutina, a una rutina que no es más que el verdugo de mi vida. A una rutina que me ahoga. A una rutina que desgraciadamente anhelo porque no encuentro un modo de sobrevivir sin ella en este mundo que va demasiado rápido.


Maldita desdicha de un mundo que se mueve demasiado rápido. Que se pare el mundo yo me bajo aquí.


ANA