Qusiera haber querido lo que no he sabido querer


20 JUNIO 2008


Estoy cansada. No puedo más. Son las 2.36 de la madrugada y al fin terminé de hacer la maleta, recoger mi habitación, dejar todos los papeles preparados para irme, la documentación… todo está listo. Mañana me voy de vacaciones pero no podía irme sin escribir algo en mi blog.


Hay mucho que decir, mucho que contar porque desde la última vez que escribí han pasado muchas cosas. Muchas cosas y ninguna en realidad. No ha sucedido nada especial pero han pasado muchas cosas por mi cabeza y no podía irme sin escribir antes unas palabras. Lo que lamento es estar tan cansada que no me apetece explayarme en exceso, de modo que dejaré los detalles de lado.


Lo primero de todo es agradecer los comentarios del último post porque me gustaron especialmente. Me resulta difícil responder a todos cuantos quisiera pero leo cada uno de ellos detenidamente, no tengas la menor duda (eso va por ti, Ile). Es cierto que últimamente mis escritos han sido algo más pesimistas y lo siento porque sé que debería hacer esfuerzo por ver las cosas de otro modo por mucho que me cueste, ver lo positivo porque, aunque no lo parezca, también soy consciente de ello. Los ánimos que me habéis dado en vuestros comentarios, y que me dais habitualmente, me ayudan a seguir adelante cada día aunque a veces nunca viene mal una regañina para reflexionar un poco y que alguien te recuerde que tienes que seguir caminando y que no puedes bajar la guardia.


El lunes 16 acabé los exámenes. No fueron como hubiese querido, como de costumbre. La etapa de exámenes me puede. Me hunde, me estresa, aumenta mi ansiedad y desestabiliza mi dieta. Sé que no he comido como debiera estas últimas semanas. Me he saltado algunas comidas porque necesitaba sentirme bien para poder enfrentarme a los exámenes en todo mi esplendor pero la ansiedad se apoderó de mí y provocó que comiese entre horas sin poder evitarlo. El resultado ha sido que he ganado un par de kilos en dos semanas. 2 kilos!!! Estoy totalmente traumatizado pero estos dos kilos que he ganado cuando lo que yo ansiaba era perderlos mediante los ayunos. La conclusión a la que he llegado es que para perder peso no se puede llevar esta dieta, de modo que me he propuesto ahora hacer comidas equilibras, no saltarme ninguna de las comidas y dejar de picar entre horas.


Supongo que, en cierto modo, me empeño en creer que sería capaz de volver a mis dietas restrictivas de hace 6 ó 7 años pero lo cierto es que ya no soy capaz y lo único que consigo es descontrolarlo todo y subir de peso.


No quiero decir con esto que quiera adelgazar un montón, solo quiero perder los dos ó tres kilos que he engordado en los últimos meses y que me hacen sentir tremendamente mal.


Lo que he conseguido es dejar de vomitar por el momento. No vomito mi me doy un atracón desde hace más de un mes y para mí es todo un logro, sobre todo porque ni siquiera se me ha pasado por la cabeza a pesar del estrés y la ansiedad de los exámenes.


Ayer miércoles tuve consulta con el psiquiatra, las cosas van mejorando, me ha reducido la dosis de Prozac y poco a poco me voy estabilizando. Esta mañana tuve sesión con el psicólogo. Hablamos detenidamente sobre los miedos al peso y las razones de ese miedo. Desde hace muchos año he asociado, erróneamente, y lo peor es que yo misma me he dado cuenta de ello, el peso a cosas negativas. Mi vida está marcado por tres etapas en las que viví en tres ciudades diferentes. En la segunda etapa de mi vida no encajé bien en el colegio y todo el mundo se burlaba de mí, de mi peso, de mi físico, se metían conmigo… me sentía mal, fura de lugar, incomprendida, marginada… los primeros años conseguí no darle demasiada importancia pero llega un momento en que no eres capaz de evitar que los comentarios y la situación de tu alrededor te afecte y ami acabó consumiéndome. Caí en una depresión y me volqué en la comida en el sentido contrario, comía porque me sentía mal. Desde entonces asocié la comida y el peso a cosas negativas, a las burlas, a la no integración. Creí que aquella situación se debía a mi sobrepeso.


En la tercera etapa todo cambió, decidí adelgazar porque pensaba que eso me ayudaría a sentirme mejor. Todo a mi alrededor cambió. Colegio, casa, amigos… todo era diferente y todo me gustaba y asocié todo eso a mi nuevo peso. Ahora subir de peso me da pánico porque temo volver a recuperar lo que viví años atrás.


Hablamos un poco sobre los valores en mi vida, sobre el control y que papel desempeñaba en ella y cómo o qué podía yo controlar. Luego la enfermera me tomó la tensión y me pesó. 49.300 kilos. 49 kilos… 49 kilos. No tengo palabras.


Mañana me voy a la playa con mi chico y estoy super ilusionada pero con solo pensar que tengo que ponerme en biquini allí delante de todo el mundo con mis 49 kilos de peso… me aterra.


Sé que no podré olvidarme de mi figura, de los kilos, de cómo me queda la ropa… pero espero poder relajarme y pasármelo muy bien. Estaré fuera hasta el día 6 de julio haciendo un esfuerzo por mantener una dieta equilibrada. Os recomiendo que hagáis lo mismo, es la mejor terapia. Olvídate de todo, vete a una isla con tu pareja, ponte morena y a comer ensalada, arroz, fruta y pescado. Espero volver con las pilas cargadas.


ANA


Las drogas enganchan


06 JUNIO 2008


Temía este momento, y con razón. El momento en que llegasen los exámenes. La ansiedad, el estrés, el agobio, la falta de concentración, la posibilidad de fracaso, una vez más.


Pero al mismo tiempo ansiaba que llegase este momento por una sola razón, era la excusa perfecta para pasar el día entero en la biblioteca sin tener que pasar por casa a medio día.


Necesitaba volver a sentir que podía mantener el control, que era capaz de controlar lo que entraba a mi cuerpo, que era capaz de decidir lo que ingería y lo que no. Necesitaba sentir que todo a mi alrededor tenía un orden perfecto y estructurado, cada cosa en su lugar, en su sitio, el sitio del que se habían movido en los últimos meses. Un desorden que me había nublado, que me impedía razonar, que me impedía ver las cosas con claridad, que me impedía sentirme a gusto en mi piel. Necesitaba recuperar ese orden y sabía que tan sólo sería capaz de conseguirlo si lograba colocar cada cosa nuevamente en su lugar.


Sabía de sobra que hasta que no consiguiera ese orden que había perdido en mi vida, sería incapaz de sentarme delante de un libro y concentrarme en el incomprensible sistema macroeconómico, sería incapaz de desviar la atención de la comida, las calorías o el peso para centrarme únicamente en la que debía ser mi prioridad, los exámenes finales.


Y conseguí hacerlo. Me impuse una rutina bastante estricta que consistía en acudir a diario a la biblioteca y estudiar durante horas, mañana y tarde. Nada de estudiar en casa, con la tentación constante del frigorífico a unos pocos pasos al fondo del pasillo que lograba recorrer en pocos segundos en esos momentos incontrolables de ansiedad. No quería nada de eso, ahora no.


Volví a mi rutina de la tostada de pan de molde integral cortada en 5 tiras. Después de meses de esfuerzo para deshacerme de aquel riguroso ritual diario, después del angustioso esfuerzo para conseguir comerme la tostada cubierta con una fina película de mermelada, finalmente volví a recuperar mi ritual con el solo objetivo de colocar cada cosa en su lugar como una parte más del puzzle.


Lo bueno de todo esto es que he evitado las tentaciones, los atracones e incluso evadirme del tema COMIDA. Lo malo es que en cierto modo la otra razón por la que decidí imponerme esta rutina era porque sabía que era el único modo en que conseguiría perder algo de peso, quizá alguno de los kilos que había ganado en los últimos meses y que me estaban angustiando sobremanera.


Durante la primera semana de rutina de estudio, no comí casi ningún día. Me compraba una manzana únicamente y me alimentaba a base de la manzana y el agua hasta la hora de la cena en que llegaba a casa. La segunda semana comí en un par de ocasiones porque tenía compañía y no podía escaquearme. ¿Qué podía hacer? Pero me sentía bien que era lo importante. Me sentía llena de fuerza, viva, recuperé todas aquellas sensaciones que tanto añoraba y, en el fondo, sé que he cometido un gran error porque he vuelto a probar la droga y ahora siento que quiero más.


La primera semana fue una sensación de euforia y de éxtasis pero, lo cierto, es que la segunda semana empecé a notar los efectos del ayuno. Cuando no comes no puedes concentrarte, no puedes estudiar, no puedes pensar, te cuesta el doble y por mucho que te esfuerzas no rindes.


Algunos días iba al súper y paseaba lentamente por los pasillos observando detenidamente qué estaría dispuesta a comer. Puede resultar muy fácil para cualquiera, no para mí. Pasaba una y otra vez por el mismo pasillo, cogía un producto, lo miraba, lo leía, lo volvía a dejar y así durante varias veces. No había nada que me convenciera. Un día decidí que tenía que comer algo, que debía comer algo. Sé que puede parecer absurdo pero para mí es algo positivo el hecho de comprarme algo, cualquier cosa para comer sola, por nimia que sea, teniendo la oportunidad de no hacerlo porque es algo que antes nunca hubiera hecho. Después de mirar y pensar largo y tendido, decidí comprar unos biscotes de pan muy finos junto a mi manzana. Ésa fue mi comida.


El martes día 03 tenía cita con la dietista. Tenía que llevar un menú semanal elaborado por mí en el hipotético caso de que estuviese sola y pudiese comer lo que quisiese. Al principio pensé que sería fácil. En realidad eso es lo que siempre he querido, comer sola, que nadie me diga lo que tengo que comer o lo que no, no dar explicaciones, no comer por obligación ni comer algo que no me apetezca.


Pero lo cierto es que no resultó nada fácil. ¿Qué haría si estuviese sola? ¿Comería? ¿No comería? En un primer momento pensé que se trataba de ser sincero y que si de verdad pensaba que si al estar sola me saltaría las comidas, debía ponerlo. Pero siendo realista, ¿cuánto tiempo podría mantener esa situación? ¡¡No quiero morirme joder!! Lo que debía hacer era elaborar un menú realista, que me impusiera algunos retos pero que al mismo tiempo me hiciera sentir bien al saber que podía cumplirlo sin estar engordando. Elaboré un menú sencillo a base de verduras, patatas, arroz, pasta, ensaladas y frutas. Todo muy ligero, fresco, cocido, al horno o la plancha, sin aderezos, sin acompañamientos y con un solo plato.


Cuando llegué a la consulta la dietista me dijo la realidad :“bueno… ¿y dónde están las proteínas?” ¿Las proteínas? Nunca he reparado en eso. Decidí fijarme en las calorías y punto. Sabía que las grasas engordaban más así que las taché casi por completo pero nunca me fijé en si comía hidratos o proteínas. Todos mis alimentos habituales son del grupo de los hidratos y apenas como proteínas. Apenas como carne, excepto por obligación y la única que tolero de buena gana es el pollo. Como pescado… a veces, pero resulta más laborioso de cocinar que una ensalada y al final siempre tiendo a lo mismo, es más rápido, más ligero, menos calórico… Los que no disfrutamos de la comida no disfrutamos cocinando y tener que perder el tiempo en la cocina es bastante desagradable de modo que intentas ir a lo más rápido y sencillo.


Taché la carne por una absurda razón, siempre la asocié con salsas, aceite, grasas… y pensé que engordaba más. Soy consciente de las pocas calorías que tiene un filete de pollo a la plancha y sin embargo… no me resulta fácil, ¿por qué? Simplemente porque me he empeñado en tachar la carne de mi dieta. Poco a poco me he ido convenciendo de ideas pro-vegetarianas y sufro al pensar en el grandísimo mercado que se mueve alrededor de la carne y el comercio con los animales, además del trato que se les da, con lo que mi consumo de carne ha ido disminuyendo.


“¿Qué pasa con los huevos?” No había incluido huevo ni un solo día. No lo sé… supongo que también lo he tachado. Eso no quiere decir que no lo coma cuando no me queda más remedio, pero si por mi fuera supongo que no lo comería. Sin embargo, hay otros alimentos que sí he dejado de comer voluntariamente y no puede imaginarme si quiera comiéndolos, mantequilla, aceite, mayonesa, chorizo, cordero, salchichas, hamburguesas, chocolate, helado, donuts, tartas o pasteles, por ejemplo.


“¿Y las legumbres?” Tampoco había legumbres en mi menú. Supongo que tengo asociadas las legumbres a los guisos con carnes y grasa y tengo la sensación de que engordan más. No lo sé.


La dietista me habló de la importancia de las proteínas y, además, me comentó que éstas tienen un efecto saciante del que carecen los hidratos; esto supone que después de comer carne, pescado o frutos secos, por ejemplo, el estómago se sentirá satisfecho y no te pedirá comer al cabo de una hora. A diferencia de los hidratos cuya digestión es más corta y en seguida vuelve la sensación de hambre y las ganas de comer.


Le hablé a mi dietista de los ayunos durante el período de exámenes. Entendía que el estrés y la ansiedad de este momento alterasen de nuevo mi comportamiento ante la alimentación pero me dijo que procurase comer algo, aunque fueran unos frutos secos, un yogur, una pieza de fruta o un café. Que hiciese paradas durante el estudio para tomar algo y despejarme porque sino no rendiría suficiente. Me dijo que intentara no pasar demasiados períodos en ayunas.


Ya lo sabía pero la dietista corroboró mi idea. Mi problema real, el problema de raíz, es la relación que tengo con cada uno de los alimentos. Tengo alimentos prohibidos sin ningún motivo. Me he convencido de que no puedo tomarlos por alguna razón y me alimento simplemente a base de arroz, verdura, pasta o fruta. Es una relación muy difícil de entender porque no viene de unos años para acá sino de mucho antes. Viene prácticamente desde hace 23 años. Con cada alimento, con cada comida, existe una historia, una relación de muchos que se ha ido reforzando o distorsionando. Nunca comí bien desde que recuerdo. Incluso antes de recordar mi madre me cuenta las dificultades para hacerme comer. Ya desde muy pequeña fui forjando una relación especial y macabra, en cierto modo, con la alimentación.


Lo he pasado mal con la comida desde que recuerdo y el problema profundo es que desde que era muy pequeña siempre me aferré a la comida y la equiparé a mis emociones. Desde hace más 23 años he vivido con la certeza de que existía una conexión casi perfecta entre comida y sentimientos. Ahora me resulta casi imposible dividir ese tándem.


Me pesó. Quería que lo hiciese. Tenía miedo pero al mismo tiempo deseaba saber cuánto pesaba. Sabía que apenas había perdido peso, tal vez algunos gramos, y aunque estaba segura de que lo que vería no me agradaría necesitaba comprobar que no había engordado. 47,400. Perdí alrededor de 600 gramos. “Sólo 600 gramos, maldita sea” pensé, aunque lo cierto es que en el fondo estaba contenta de haber bajado de nuevo de los 48. Tenía miedo de quedarme anclada en esa cifra.


Salí de la consulta algo conmocionada. Me sentía extraña. No sé muy bien por qué. Durante la casi una hora de autobús que tardé en llegar a la biblioteca pude pensar acerca de la sesión. Lo de las proteínas me había inquietado. Tenía que incluir proteínas en mi dieta, muy bien, además tenían efecto saciente, aún mejor, pero… ¿qué podía comer? No se me ocurría nada. Pescado; claro, el pescado me gusta pero sé que a la hora de la verdad no me cocino un pescado. Carne; vale, todos sabemos que puedo esforzarme un día y comer pollo a la plancha pero ¿es suficiente? Frutos secos; a veces como nueces, dicen que son buenas para el corazón pero sé que engordan mucho e intento evitarlo. Huevos; no, seguro que no. No es fácil para mí. Al final siempre como lo mismo. Al final siempre es todo igual, la maldita y la ansiada rutina. Mi droga.


Llegué a la biblioteca, comencé mi sesión de estudio y después de algo más de una hora comencé a notar cómo no lograba concentrarme, cómo me dolía la cabeza y mi estómago empezaba a hacer ruidos. Justo esas sensaciones que te hacen sentir tan bien pero que a la vez te hacen sentir tan mal y que aborreces cuando tienes que estudiar. Comencé a sentirme así justo después de haber ido a la consulta esa misma mañana y decidí ir a comprar algo. Compré una bolsita de 85gr de nueces que comí lentamente mientras estudiaba y de lo que me arrepentí enormemente porque me sentaron fatal. Aquella tarde aborrecí a la dietista por haber comprado aquellas nueces.


Esa misma noche al llegar a casa mi madre me preguntó que tal había ido la sesión con la dietista. Le estuve contando un poco todo lo que me había dicho pero la conversación se torció. Mi madre empezó a decirme que no como nada de lo que ellos preparan, que siempre ando con mis comidas especiales y que no me esfuerzo en absoluto. Aquellas palabras me llegaron al alma y las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos. No quise escuchar ni una palabra más y me refugié en mi habitación, me acurruqué sobre la cama como un bebé y lloré. Mi madre vino pasados unos minutos para hablar tranquilamente y preguntarme qué me pasaba. Ella no entiende el esfuerzo que hago. No es capaz de comprender que cuando yo como 1 biscote de pan en vez de un pedazo de pan blanco no es por capricho, es un esfuerzo por comer pan, es un logro. Ella solo lo ve como otra de mis cosas raras para no comer pan. Hace algunos meses que logré incluir los biscotes de pan integral en mi dieta diaria a sabiendas de que no conseguiría comer ese pan blanco lleno de miga pero para mi madre eso no significa nada.


Le expliqué a mi madre lo difícil que me resultaba comer, aunque ella no lo viese. Le confesé a mi madre, para que lograra entender, lo mucho que añoraba los ayunos, la angustia que me producía tener que sentarme delante de la mesa cada día a comer y le expliqué que era mucho más angustioso si tenía que comer alguna de esas comidas que no me gustaba comer (un filete de cerdo, un guiso o un huevo frito). Le dije a mi madre con las lágrimas en los ojos que no quería comer y que, aún así, lo estaba haciendo pero que ellos no lo apreciaban. Le repetí varias veces cuánto añoraba hacer mis ayunos hasta que mi madre acertó a preguntar “¿la razón por la que te vas a la biblioteca todo el día es para no comer?” Le dije que no. Podría haberle dicho que sí y no le hubiese mentido aunque la razón principal es el estudio.


Ayer jueves, día 5, tenía mi segundo examen. Eran a las 15:45 y le dije a mi madre que no iría a casa a comer porque quería estar pronto en la facultad. Estuve toda la mañana en la biblioteca repasando y a las 2 cogí mi bicicleta y me fui a la facultad. Decidí que tenía que comer algo. Primero pensé que comer tan sólo una manzana pero luego pensé que quizás no rendiría suficiente y quería aprobar por encima de todo, así que decidí que debía comer algo. Fui al supermercado y volví a recorrer todos los pasillos uno a uno fijándome en cada producto, en cuáles podría comerlos sin necesidad de preparación y cuáles estaría dispuesta a comer. Pensé en comprar unos frutos secos pero luego decidí que engordaban mucho y que eso no era una comida. Me detuve en la zona de comida preparada y me fijé en los sándwiches. ¿Por qué tienen que ponerles mayonesa a todos los sándwiches? No lo entiendo. Leí detenidamente los ingredientes de cada uno de ellos. Por un momento pensé que no estaba dispuesta a comer un sándwich con mayonesa pero ¿qué podía comer sino? De haber tenido información calórica habría elegido basándome en ella pero como no la tenía, para variar, elegí el sándwich que tenía el menor porcentaje de mayonesa. Me lo pensé varias veces. Mis niveles de ansiedad comenzaron a aumentar con solo pensar que iba a comerme aquel sándwich. Cogí una manzana, pagué y salí de allí antes de cambiar de opinión.


Me daba vergüenza que me vieran comer en la facultad, en realidad, siempre me ha dado vergüenza comer en público, sé que es absurdo porque todos comemos pero, en cierto modo, me da la impresión de que te hace parecer más débil y vulnerable, ¿qué pasa que no puedes aguantar sin comer nada hasta llegas a casa? Menuda tontería. Comencé a comerme el sándwich por la calle, mientras caminaba. Abrí el plástico del envase, después de volver a pensarlo de nuevo, y desmenucé el primer pedacito de una de las dos mitades con los dedos pulgar e índice de mi mano derecha. Me resultó muy difícil. El primer bocado fue el peor. Me resultó difícil retirar el plástico, me resultó difícil desmenuzar el sándwich y me resultó más difícil aún llevármelo a la boca. Mis gafas de sol ocultaban las lágrimas a punto de salir de mis ojos. Mi nivel de ansiedad se había duplicado por momentos. Sentí deseos de tirar el maldito sándwich pero me había propuesto comerlo y así lo haría. Fui desmenuzando poco a poco y masticando lentamente, ni siquiera recuerdo el sabor porque no reparé en ello; solo recuerdo pensar cuánto me quedaba aún, las ganas de llorar, la ansiedad, la angustia, la vergüenza. Cuando llegué a la facultad aún me quedaba más de la mitad de la primera parte, escondí el sándwich y entré en el aula donde dentro de una hora comenzaría el examen. Elegí un sitio y, como aún no había casi nadie, volví a sacar el sándwich que comí lentamente mientras leía una revista. Sólo me comí una de las mitades que complementé con mi habitual manzana. Tuve ganas de llorar en varias ocasiones pero conseguí evitarlo. No sabía si había hecho bien o no al comer aquel sándwich antes del examen porque había aumentado mi ansiedad, me había desconcentrado y angustiado sobremanera. Por otra parte sabía que era un pequeñísimo paso hacia delante después de los grandísimos pasos atrás de las últimas semanas.


Después de volver a probar la droga y darme cuenta, de nuevo, del por qué de la adicción.


ANA