Para El(i)sa


31 MAYO 2007


Tiene 15 años. Sus padres se han divorciado y ha cambiado de ciudad. En su colegio nuevo se meten con ella por su físico. No está gorda pero quiere perder unos kilos. A veces discute con su padre y siente querer morir. Quiere dejar de sentir. Siente demasiado. Apenas ha comido en los últimos días. No tiene ganas de comer. Se ha hecho cortes en el brazo. Sólo quería hacerse daño. Sólo quería dejar de sentir. Se llama Elsa pero podría llamarse Marta, Laura, Sonia o Ana.


Hace unos días entró en mi blog y dejó un comentario. Su historia me llamó la atención. Aunque más que su historia fueron sus palabras, su tristeza, su dolor. Le escribí un email para expresarle mi apoyo. Cuando empecé mi diario no quería que fuera un lugar de apoyo. No quería ser la salvadora ni la consejera de nadie. Pero su historia me conmovió. Me sentí en el deber de ayudar en lo poco que puedo. Tenemos el deber de prevenir, de informar. Tal vez mis palabras puedan servirle a alguien. Tal vez no. Estas son las palabras que escribí a Elsa pero podrían ser para Marta, Laura, Sonia o Ana.




“Te entiendo. Te entiendo perfectamente. Sé muy bien cómo te sientes. Podría decirte tantas cosas que no sé por dónde empezar.


[…] Ojalá pudiera darte una respuesta pero no la tengo. Tengo 22 años, llevo metida en esto desde los 16 y aún sigo buscando una respuesta.


Pero, sí puedo decirte que, he aprendido muchas cosas durante este tiempo y me ha costado mucho darme cuenta.


Me he dado cuenta de que la verdadera razón por la que deseas adelgazar no es tu físico, eres tú mismo. De modo que si deseas adelgazar pregúntate cuál es la verdadera razón. Me he dado cuenta de que adelgazar es el camino equivocado. Cuando empecé adelgazar más y más creía que si conseguía mi objetivo sería feliz. Estaba equivocada. Cada kilo que pierdes es un paso hacia la infelicidad. Sacrifiqué muchas cosas en mi vida por culpa de los kilos, por culpa de un sueño imposible. Perdí muchas cosas además de los kilos. Perdí parte de mi juventud, perdí a mi familia, perdí a mis amigos, perdí la cordura, perdí mi salud, perdí mis estudios, perdí mis recuerdos, perdí la ilusión, perdí la esperanza, perdí la inocencia, perdí el tiempo, perdí las ganas de vivir y perdí mi felicidad. No sabes cuánto me arrepiento ahora. Entonces no te das cuenta. No eres consciente de todo lo que pierdes. No eres consciente del precio que pagas por quitarte unos kilos. Cuando te das cuenta es demasiado tarde. No hay vuelta atrás. Hay cosas que jamás podrás recuperar. Los amigos ya no están, tu familia sigue estando pero está destrozada, deshecha, el tiempo no retrocede, la juventud no vuelve, la salud no se recupera, la cordura tampoco, las ilusiones y las ganas de vivir son difíciles de recuperar y la felicidad se antoja inalcanzable.


Cuando empiezas a adelgazar no eres consciente del riesgo que corres. Te dices que tan sólo serán unos kilos, sólo unos kilos. Pero si deseas adelgazar es porque algo falla en ti y si algo falla, entonces no serán sólo unos kilos. Luego serán más y más. Y hay un problema que no tenemos en cuenta cuando decimos que queremos adelgazar. Adelgazar crea adicción.


Es una adicción compleja porque tiene dos componentes. En primer lugar, implica una adicción emocional. Te haces adicto al deseo acuciante de perder peso, al deseo acuciante de ver cómo baja la aguja de la báscula. Te haces adicto al control que te embriaga al saber que eres capaz de no comer, que tienes la fuerza de voluntad suficiente para negar las necesidades físicas a tu cuerpo. Te haces adicto a la euforia que te invade al ver que los pantalones te quedan grandes, a la sensación que te impregna el ver y tocar cada uno de tus huesos, a la necesidad de escuchar cada vez que “estás más delgada”. Te haces adicto al poder que ejerce sobre ti el hecho de ser capaz de controlar tus emociones, a dejar de sentir, a la seguridad que te inunda. Te haces adicto al éxito, a la disciplina, a la satisfacción, a la perfección, a los límites, a la delgadez.


En segundo lugar, implica una adicción química. Tu organismo se hace adicto al efecto químico que provoca en el cerebro el no comer.


Tal vez, aunque hubiera sabido todo esto al principio hubiese seguido el mismo camino. Nunca crees que vaya a pasarte a ti. Te dices que eso no va a suceder. Que no se te escapará de las manos. Que podrás controlarlo. Por eso los trastornos de la alimentación tienen un riesgo tan grande, porque, en esencia, estos trastornos se caracterizan por ser una herramienta de control. Cuando te das cuenta es tarde.


Es como fumar. Es una adicción. Fumar un pitillo no quiere decir que vayas a convertirte en fumador. No quiere decir que vayas a volverte adicto a la nicotina. Pero si pruebas un pitillo tienes muchas más probabilidades de hacerlo que el que nunca lo probó. Detrás de un cigarro siempre viene otro y no probarlo asegura eliminar todo riesgo de caer en la adicción.


[…] he aprendido que si tienes la necesidad de hacerlo (hacerte daño físico), que si lo has hecho en alguna ocasión, es porque algo falla. Porque hay algo en ti que no está bien. Pregúntate por qué lo haces e intenta solucionar el verdadero problema. Prevenir es mejor que curar. Pon la solución antes de que sea tarde. Por mucho que te cueste ahora buscar una solución, te aseguro que no tiene ni punto de comparación con lo que cuesta solucionarlo cuando es demasiado tarde. Pide ayuda. No tengas miedo. Cuanto más tiempo pasa más difícil resulta pedir ayuda.


Lo más importante que he aprendido es que cuando dejas de comer, cuando te provocas el vómito, cuando te haces daño físico, te drogas, te emborrachas… hay una verdadera razón más allá del hecho en sí por la cual lo haces: ahogar las emociones, matar lo que sientes por dentro. Y cuando esto sucede es porque no somos capaces de controlar lo que sentimos, porque no sabemos enfrentarnos a nuestras emociones. Y me he dado cuenta, después de muchos años de sufrimiento, de que el verdadero problema es que no somos lo suficientemente maduros para enfrentarnos a nuestras emociones de un modo saludable.


De modo que este es el mejor consejo que te puedo dar: madura. Madura antes de tiempo si hace falta y busca un modo más saludable de enfrentarte a tus emociones. Busca un modo de enfrentarte a la vida que no te haga daño, busca un modo de vivir que te permita ser realmente feliz.


Sé que es difícil hacer caso a alguien que te dice no hagas esto o lo otro porque siempre nos gusta meter la pata a nosotros mismos para saber que no debías hacerlo. El problema de esto es que cuando te des cuenta de que no debiste entrar ya no habrá puerta para salir.


[…] Sé que todo lo que te cuento sonará como las miles de cosas que te dirán tus padres. Los padres siempre nos dicen lo que debemos hacer y lo que no y nunca les escuchamos, de modo que no sé si te servirá para mucho. Lo que sí es cierto es que cuando yo empecé a adelgazar no sabía nada de esto. No sabía qué era la anorexia ni la bulimia, no sabía que estaba arruinando mi vida. Ojalá alguien me hubiese dicho todo esto entonces. Ojalá hubiese sabido entonces que estaba arruinando mi vida. Ojalá hubiese sabido entonces cuánto iba a arrepentirme de esto. Ojalá alguien me hubiese prevenido de toda esta mierda. Cuando te das cuenta es tarde. Sé que he escrito esta frase varias veces pero, créeme, tarde o temprano te darás cuenta y puede que entonces sea tarde.”

ANA


Qué difícil de entender


24 MAYO 2007


Sé que hay muchas cosas de mí que no le gustan. Sé que preferiría que muchas de las cosas que pienso no las pensase, que muchas de las cosas que hago no las hiciese y que muchas de las cosas que siento no las sintiese. Sé que hay muchas cosas que me pasan o que me han pasado que preferiría que no estuvieran, lo sé. Sé que a veces cree que me empeño en hacer las cosas más difíciles de lo que son, que me empeño en ver las cosas de un modo más complejo, que me tomo todo de un modo muy dramático. Sé que le cuesta entenderme porque yo veo las cosas desde una perspectiva desconocida para él. Porque yo me intereso por cosas que él, tal vez, ni siquiera nunca se planteó que existían y, ahora le cuesta entender que alguien pueda pararse a pensar en esos términos, en cosas en las que, quizás, él nunca había reparado.

Sé que le cuesta entender muchas de las cosas que me rodean o, más bien, que rondan mi cabeza. E imagino que tiene que ser muy difícil de entender para alguien a quien nunca le llamó la atención conocer los por qué o los cómo y que solamente reparó en los qués. Alguien que sólo se limitó a vivir las cosas como venían, a disfrutarlas sin más, sin preguntarse ni plantearse nada, sólo a vivir. Imagino que tiene que ser muy difícil entender a una persona que no es capaz de hacer nada sin plantearse miles de preguntas.

E imagino que tiene que ser más difícil aún asumir que no sea posible para otra persona limitarse a vivir y disfrutar las cosas sin más. Sé que tiene que ser duro.

Yo no me empeño en hacer las cosas más difíciles de lo que son, no es que me guste sacar la puntilla a todo y ver todo lo malo, no es que no sepa disfrutar o apreciar las cosas buenas, no es que quiera hacer las cosas más difíciles, es, simplemente, que las siento así. Tal vez sea mi cabeza que me engaña y veo cosas donde no las hay. No sé por qué, desconozco los motivos, pero donde él ve un bache yo veo una montaña. Donde él ve un riachuelo yo veo un océano, donde él ve un camino ancho y llano yo veo uno estrecho y escarpado. No es que me empeñe en ver las cosas así, es que, simplemente, las veo así.


La misma cosa no tiene por qué verse igual en distintos ojos. Lo que es bello para él no tiene por qué serlo para mí. Del mismo modo que un color o una chica no tienen por qué ser bonitos para diferentes personas, la vida no tiene por qué percibirse del mismo modo para personas diferentes.

Lo que quiero decir es que yo no elijo lo que siento, lo que veo o lo que percibo. Que veo, percibo y siento las cosas así, sin más. Que la vida me resulta dura y difícil, que, con frecuencia, me siento mal, que muchas cosas me hacen sentir mal, me inquietan, me estresan, me agobian, me alteran... del mismo modo que a él la vida no le resulta tan difícil, que él, con frecuencia, se siente bien, que muchas cosas le hacen sentir bien, le tranquilizan, le gustan, le calman...

Las reacciones de las personas no tienen por qué ser la misma ante la misma cosa. Al igual que no tenemos por qué sentirnos de la misma forma ante las mismas situaciones de la vida porque lo que es bueno para él no tiene por qué serlo para mí. Pero del mismo modo que las cosas que siento me resultan a veces excesivas en todos los sentidos, excesivamente dramáticas, traumáticas, complejas, difíciles, estresantes, inquietantes, agotadoras, agobiantes... del mismo modo, siento las cosas buenas infinitamente mejores. Siento de un modo excesivo tanto lo bueno como lo malo. Por eso, soy a veces tan sumamente sensible, tan sumamente frágil, tan sumamente susceptible... por eso, siento las cosas de un modo mucho más excesivo. Por eso, a veces, siente que le quiero hasta un punto que le abruma, por eso, a veces, le necesito hasta el extremo. Porque siento las cosas en exceso, la tranquilidad y el agobio, el estrés y la quietud, el amor y el odio.

Sé que tiene que resultar difícil entender que alguien piense o sienta así cuando ni siquiera se es consciente de que alguien puede no interpretar o percibir las cosas del mismo modo en que uno lo hace porque nunca se lo ha planteado. Sé que tiene que ser difícil preocuparse por algo tan complejo, tan enrevesado, tan psicológico cuando dicha psicología nunca ha llamado su atención. Cuando nunca ha mostrado interés en preocuparse por las razones o los por qués y creo que tiene que ser difícil entrar en ese camino a la fuerza porque no entiende todo lo que rodea mi cabeza.

Durante muchos años, por motivos que aún me resultan difíciles de entender, de justificar, de comprender, pero que, poco a poco, comienzo a vislumbrar, me he empeñado en negarme las cosas. En negarme el placer, en negarme la satisfacción, en negarme los elogios, en negarme los aplausos, los reconocimientos, en negarme la comida. Me he pasado mucho tiempo negándome a mí misma muchas cosas. Y me he pasado mucho tiempo haciéndolo, entre otras muchas razones, porque no quería necesitar nada. No quería necesitar sentir placer, sentir hambre, sentir deseo, sentir calor, sentir cariño, sentir odio, sentir dolor, no quería sentir. No quería tener necesidades y por ello me he empeñado durante mucho tiempo en negar las cosas y en negarme a mí misma.

Las necesidades son algo que muchas personas sentimos como una debilidad, como algo que se nos impone que no podemos controlar, como algo ajeno a nosotros, algo superior que se escapa de nuestras manos. Algo que, en determinados momentos, te hace daño, como, por ejemplo, necesitar a alguien. Me he pasado tanto tiempo negando mis necesidades que, ahora que le necesito y no puedo evitar necesitarle, no me gusta tener que necesitar algo. De modo que, aunque le necesite, aunque le eche muchísimo de menos, también le odio por obligarme a necesitar.

Sólo quiero que entienda que no todo en esta vida es blanco o negro, que hay mil maneras y formas de ver las cosas y que son todas igualmente válidas.

ANA


Antagonismo


21 MAYO 2007

Mi hermano mayor y yo nos llevamos apenas 1 año y medio. Cuando era pequeña le adoraba. Le admiraba. Le emulaba. Le seguía a todas partes ansiando seguir sus pasos y hacer todo lo que él hacía. Para mi hermano sólo era “la niña” que le seguía a todas partes.

Jugábamos a los Tente, a los Gigoe, a los Playmobil y a los Masters del Universo. Veíamos en la tele Bola de Dragón y Oliver y Benji. Siempre hacíamos cosas de niños porque no tenía nadie con quien jugar de modo que desarrollé en mayor medida la parte masculina de mi cerebro. No tenía con quien jugar a las muñecas o a las casitas.


Algunas veces conseguía que mi hermano me llevara en el carrito de mis muñecas si luego, a la vuelta, yo le llevaba a él; y la vuelta era cuesta arriba. En una ocasión, le pintó la cara a una de mis muñecas y, más tarde, cortó una de mis camisetas.

Nunca me he sentido arropada por mi hermano. Siempre creí que los hermanos mayores tenían que cuidar a sus hermanas pequeñas, protegerlas, quererlas. Pero él nunca me quiso, nunca me protegió, sólo era “la niña” (como me llamaba) que le seguía a todas partes. Se pasaba el día diciéndome “niña, deja de seguirme”.

Sin embargo, cuando tenía tres años, mi hermano se quedaba esperando en la ventana de mi clase porque había un niño que me pegaba y mi profesora siempre le echaba de allí.

Conforme fuimos creciendo, nos fuimos distanciando más. Cuando venían sus amigos a casa, siempre me echaba cruelmente. Uno de sus amigos siempre me decía que no le gustaba cómo me trataba mi hermano. Él siempre había querido tener una hermana pequeña para cuidarla, para protegerla, para mimarla y le daba pena ver cómo mi hermano no me trataba así.

Hubo algunos momentos en que nos unimos más. Pero hubo otros momentos en los que nos odiamos hasta un punto peligroso. Sucedieron algunas cosas desagradables y dejamos de hablarnos.

Cuando caí en la anorexia nuestra relación tocó el clímax.

Yo me volví desagradable, antipática y tremendamente susceptible. No se me podía decir absolutamente nada porque cualquier cosa, por insignificante que fuese, me molestaba hasta el extremo. Me ponía echa una furia como si fuese a llegar el fin del mundo.

Supongo que, entonces, salió de nuevo en mi hermano el sentimiento sobre protector. Por aquella época no era consciente de que sólo estaba preocupado por mí. No me di cuenta hasta años más tarde, cuando alguien me hizo saber la preocupación de mi hermano por mi situación. Sólo quería cuidarme, protegerme, ayudarme. Pero yo no estaba dispuesta a dejarme ayudar.

Para mí, mi hermano no era más que mi enemigo. Siempre estaba vigilándome, controlando lo que comía o dejaba de comer. Se pasaba el día espiándome, mirándome de reojo para poder “pillarme” in fraganti en cualquier momento. Le preguntaba a mis amigas sobre qué hacía o dejaba de hacer para contrastar mi información. Se chivaba a mi madre en cuanto tenía ocasión. Se pasaba el día detrás de mí diciéndome esto o aquello. Haciéndome la vida un infierno.

Yo comencé a odiarle. Comencé a evitarle y a rehuirle. Dejé de hablarle, dejé de mirarle, dejé de relacionarme con él. Tuvimos algunas grandes discusiones y nos retiramos la palabra. Pululábamos como dos almas en pena llenas de odio por mi casa. Atrás quedaron los días en que íbamos juntos a todas partes.

Cuando me di cuenta de que mi hermano sólo quería ayudarme era demasiado tarde. No sólo no estaba dispuesta a dejarme ayudar, sino que, después de 15 años echando en falta su protección, su ayuda, decidí que ya no la quería, que había llegado demasiado tarde.

Paralelamente, comencé a odiar la comida hasta un punto extremadamente angustioso y, por ende, comencé a odiar a mi hermano por su forma de comer. Por su descontrol. Comía a la hora que le daba la gana y no se privaba de nada. No comía fruta ni verdura. Verle comer me daba asco. Comencé a sentir asco hacia él. Me daba asco y pavor sentarme a la mesa y ver cómo toda mi familia devoraba todos esos platos grasientos sin el mínimo remordimiento.

Supongo que mi hermano tuvo algunos problemas personales aparte de todo aquello. Algunos problemas que no ha sabido superar. Mi hermano es una persona muy inteligente. A veces creo que su inteligencia le perjudica muchísimo. Mi hermano es un ser muy peculiar. Vive atrapado en mundo de fantasía y destrucción. Vive atrapado en un mundo oscuro de negación, caos y muerte. Desconozco las razones que le han llevado a tal situación pero no está bien. Ha perdido la ilusión por vivir. Nada le importa y está sumido en la mayor de las tristezas. Ha dejado de cuidarse, de hacer deporte. Ha perdido todo vestigio de esperanza en la vida y está perdiendo su juventud.

Es curioso, a veces me pregunto, cómo es posible que en mi familia tanto mi hermano como yo no estemos cuerdos. Cómo o qué ha hecho que lleguemos a esta situación. Qué hay dentro de nuestras cabezas que no nos permite ver la realidad tal y como es.

Actualmente, mi hermano vive encerrado en su habitación. Sale para comer e ir al baño. No ayuda en casa. No va a clase. No sale con sus amigos. Apenas tiene amigos. No habla con nadie. No se relaciona. Desconoce toda palabra agradable. Su alma vive en el más absoluto y profundo odio. Odio a sí mismo. Odio hacia al mundo.

Y lo peor de todo es que yo le odio. Supongo que, en el fondo de mí, le quiero, es mi hermano. Pero me da pena. Me da mucha pena que esté desperdiciando su vida. Y le odio. Le odio por ello. Le odio cuando le veo comer. Le odio cuando le veo encerrado. Le odio cuando veo que no va a clase, que se queda toda la noche frente al ordenador para luego pasar toda la mañana durmiendo. Le odio porque me da asco la forma en que vive. Le odio porque no soporto el descontrol que rige su vida.

Durante los últimos años mi vida se ha guiado por el control Por un control hasta el extremo de todas las cosas. El orden, las reglas, los horarios, las responsabilidades; el control. Y mi hermano es todo lo contrario. Por eso le odio. Cuando le veo siento una terrible impotencia porque es el mismísimo descontrol en persona y no soy capaz de estar sentada junto a él. Sencilla y tristemente, siento asco hacia él.

De modo que vivimos en una situación de antagonismo tremendamente incómoda. Yo le odio, le aborrezco, le evito. Él no es consciente de que ese odio que tengo hacia él no es por él sino por el modo en que el descontrol se cierne sobre su vida. Él siente que le odio pero no sabe por qué. Y no es que le odie a él. Pero no puedo evitar odiarle al ver en lo que se ha convertido. Y vivimos en una situación antagónica de amor-odio terriblemente dolorosa y angustiosa. Y cómo duele el antagonismo.

ANA

Estoy cansada


08 MAYO 2007


Estoy cansada de la vida. Estoy cansada.


Estoy cansada de mi familia. Cansada de tener que limpiar continuamente todo lo que ensucian porque no soy capaz de existir sabiendo que hay una miga de pan o una gota de café junto a mi taza. Porque no soy capaz de existir si cada cosa no ocupa su lugar. Porque no soy capaz de existir si todo a mi alrededor no se encuentra en el más absoluto orden. Estoy cansada de recoger todo lo que los demás van dejando encima de cada mesa porque no soy capaz de seguir respirando sabiendo que hay un montón de hojas sobre la mesa que no deberían estar ahí. Estoy cansada de comprobar que cada cosa está en su lugar. Cansada de cerrar cada cajón, cada puerta, cada armario porque no soy capaz de concentrarme en nada sabiendo que alguna puerta o cajón está abierto. Cansada de recoger la cocina, una cocina que apenas uso, varias veces al día cuando voy a coger una coca-cola Light a la nevera o una manzana porque no soy capaz de estudiar sabiendo que todos esos platos no están en el lavaplatos. Estoy cansada de tener que hacer las cosas a escondidas, cansada de mentir, engañar, tirar la comida. Estoy cansada de andar a hurtadillas por la casa esperando que nadie me vea para vaciar mi plato en una bolsa que tiraré en la basura. Estoy cansada de sacar la basura para que nadie vea mis despojos. Estoy cansada de estar cansada porque no soy capaz de comer. Porque no soy capaz de concentrarme en nada sintiendo el estómago lleno. Estoy cansada de tener que ir a comprar el pan cada día, un pan que nunca pruebo. Estoy cansada de tener un novio al que nunca veo porque estamos a 300 Km. de distancia. Estoy cansada de hablar por teléfono cada día porque no puedo verle. Estoy cansada de necesitar que todo siga un estricto orden porque sino no puedo seguir viviendo.


Es curioso que necesite que todo a mi alrededor esté en orden cuando dentro de mí reina el más absoluto caos. Es curioso que necesite cuando me empeño en no necesitar. Estoy cansada. Estoy cansada de no tener tiempo para mí. Estoy cansada de comprobar cada 3 segundos que todo sigue en orden. Estoy cansada de no tener tiempo para disfrutar. Estoy cansada de no tener nada que ordenar cuando al fin tengo tiempo de disfrutar. Estoy cansada de no disfrutar. Estoy cansada de no saber disfrutar.


Estoy cansada de vivir. Cansada de no saber vivir.


ANA


Cómo ser delgada...


... y morir en el intento.



ANA

Día de la Madre


05 MAYO 2007


Terminé de comer hace un rato. Es sábado, de modo que no puedo escaquearme. Por lo menos, la comida de hoy no estuvo tan mal: pollo asado y menestra de verduras. Volví a mi habitación después de echar una ojeada a la revista que viene con el periódico de los domingos, en la que, para variar, sólo salen mujeres esqueléticas y maquilladísimas en fotos claramente tocadas y retocadas.


No acostumbro a leer revistas. En general, las revistas son vanas, superficiales y falsas. No son más que un soporte publicitario en el que varios artículos poco interesantes y estúpidos, que se escriben con el único objetivo de rellenar unas pocas páginas para poder confeccionar una revista, se entrelazan con cientos de fotos y anuncios publicitarios que te obligan a pasar una página tras otra sin apenas poder leer una palabra medianamente interesante.


Volví a mi mesa de estudio, en la habitación que es mi rinconcito particular, con el fin de retomar los ejercicios de sistemas de planificación de producción, lo que me supone una ardua labor cuando tengo el estómago lleno.


Encendí un pitillo para hacer un break, llenar mis pulmones de humo, el humo que contamina mi cuerpo, en esa sensación de autodestrucción que, desgraciadamente, tanto anhelo. Pero no hay pitillo en mi vida sin unas frases en mi cabeza, sin unas líneas en mi cuaderno, en mi ordenador.




Mañana es el día de la madre. No soy una persona muy partidaria de este tipo de celebraciones, bueno, en realidad, no soy muy partidaria de ningún tipo de celebraciones; pero, con el tiempo, me he dado cuenta de que a todos nos gusta que nos feliciten, aunque no sea algo importante, aunque no sea algo vital. A todos nos gusta recibir un pequeño detalle, a todos nos gusta comprobar que hay alguien que se acuerda de nosotros, que hay alguien que nos quiere. A todos nos gusta sentir por un día que eres especial.


Y mi madre es especial. Mi madre es sumamente importante en mi vida. Por eso, aunque no pueda leerlo, quiero dedicarle estas líneas porque, al fin y al cabo, esto es lo mejor que sé hacer: escribir.




A pesar de la relación caótica que tengo con mi familia y, principalmente, con mi padres, me llevo bien con ellos. El intento que hice por salir de todo esto, por reponerme, sin éxito, a la enfermedad, ha dado sus frutos. A pesar de que 2 de cada 3 frases son para evocar una discusión, me llevo bien con ellos. Al fin y al cabo, la discusión es el modo que tenemos de relacionarnos y, aún con todo, les quiero muchísimo. A pesar de las palabras tan duras que les digo o los comentarios que pueda hacer sobre ellos, les quiero muchísimo. En concreto, mi madre tiene un papel sumamente importante en mi vida. Discutimos, nos echamos las cosas en cara, ponemos malas caras, nos recriminamos las cosas, nos criticamos… y, sin embargo, no somos capaces de estar la una sin la otra. Somos cómplices en esta caótica relación familiar que nos une.


A veces intento encontrar una explicación a la compleja relación que tenemos pero no la encuentro. Tal vez no sea más que la propia relación madre-hija, una relación, a mi juicio, muy especial. Estoy convencida, de que una madre y una hija tienen, por herencia o genética o como se llame, un lazo tan fuerte de unión que nada ni nadie puede destruir. Pero cuando hay fuerzas externas que invaden y amenazan esa relación, hace que ésta resulte excesivamente compleja. Es como un intento de luchar contra algo natural. Como luchar contra uno mismo. Como luchar contra la inexorable necesidad de nuestro cuerpo de alimentarse.


Mi madre es una persona, en mi opinión, bastante controladora. Necesita tener el control sobre las cosas, tener todos los cabos atados, hacer las cosas tal y como las había planeado. No cede. Es inflexible. Y, sin embargo, le ha tocado ceder. Mi madre es una de las personas más entregadas, sacrificadas y humildes que conozco. La admiro por ello. Pero, también, la aborrezco por ello, pues en el camino del sacrificio se ha dejado una parte de sí misma.


Mi madre, con sus tiras y aflojas, tiene, ha tenido y tendrá, una gran influencia sobre mí. Parte de lo que soy es mi madre. Por eso la adoro y la odio tanto. Porque mucho de lo que soy es ella. A veces me siento satisfecha porque admiro su gran entrega. Otras, sin embargo, la aborrezco porque es inalcanzable. Porque, por mucho que pueda parecerme a ella, nunca seré como ella, ella siempre será mejor que yo, nunca podré estar a su altura, nunca seré lo suficientemente buena. Es como tener a alguien recordándote a cada minuto que por mucho que te esfuerces nunca llegarás a conseguirlo. Es como tener a alguien 24 horas al día mirándote desde las alturas con un listón en la mano esperando a que lo alcances para elevarlo cada vez que saltas y extiendes la mano para llegar a ella. Y nunca llegas.


Mi madre es una persona comprometida, convencida y con un gran sentido de la responsabilidad. Se toma muy en serio su papel de madre, aunque, en el fondo, tengo la sensación, de que se siente fracasada como tal. Lo cierto es que, a pesar de todo, no lo ha hecho tan mal. Me gustaría decirle que si somos una pandilla de inmaduros, insensibles, irresponsables y caprichosos no es culpa suya. Aunque, también me gustaría decirle que si somos poco cariñosos y comunicativos, reservados, pesimistas, negativos y con la autoestima por los suelos y una tristeza desmesurada, sí es, en parte, culpa suya. A pesar de todo, creo que hizo un buen trabajo. A pesar de todo lo que hay en contra, me siento orgullosa de mis principios, mi educación, mis capacidades, mi cultura; mi base.


Pero no puedo decirle todo eso a mi madre. No hay una comunicación fluida en casa para expresar esos sentimientos. No hay un ambiente propicio para la comunicación. Las pocas veces que le he hecho saber sinceramente lo que siento ha sido por carta.


Hace un par de días, le comenté a mi madre, a raíz de un comentario en la radio sobre la acuciante necesidad de los hijos en la adolescencia de sentir que los padres se preocupan por ellos, que, yo, en mi adolescencia, y aún hoy, nunca he sentido que mi madre me apoyase en nada. Ella sólo alegó que los padres no pueden apoyar las decisiones alocadas e irresponsables de los hijos. Yo no me refería a ese tipo de decisiones. Me refería a otro tipo de cosas. Durante toda mi vida nunca he sentido el apoyo de mi madre. Siempre fui insuficiente para ella. Y, sin embargo, en comparación con el resto de mis amigas, de los hijos de sus amigas, de mis primos… yo siempre destacaba en algo. Pero nunca fui suficientemente buena para ella.


Recuerdo un día en concreto. Había discutido con mis amigas, mis sentía mal, triste, incomprendida… se lo confesé a mi madre en un intento de buscar algo de comprensión. Su respuesta fue simple. Hice mal. Otra de mis amigas, mi cómplice en la gran discusión, se lo confesó también a su madre. Su actitud fue la totalmente opuesta. Mi amiga siempre sentía el apoyo, el arrope, la comprensión, el cariño de su madre. Es algo que yo nunca he sentido. Pero cuando le cuento estas cosas ella no las recuerda, no les da importancia, no es consciente de haber repercutido en mí de ese modo. No es consciente de haber tenido una conducta negativa, poco comprensiva, demasiado firme y tremendamente fría hacia mí. A veces me pregunto si, su actitud ha sido algo real, algo realmente traumático para mí o si más bien he sido yo misma la que me he empeñado en traumatizarlo, en dramatizarlo.


Y sin embargo, soy consciente de que mi madre me quiere, a pesar de que discutamos, regañemos o nos enfademos. Soy consciente de que me quiere a pesar de que no sea la hija perfecta. Y es que, en el fondo, yo también la adoro. Te quiero mamá.


ANA