Aún quedaba lo peor


06 ABRIL 2009


Las lágrimas inundaban mis ojos pero hice un esfuerzo para evitar darle la satisfacción de derrumbarme allí delante. Esbocé una amplia sonrisa para hacerle creer que todo iba perfectamente, una sonrisa, tal vez, demasiado apócrifa.


Segundo día en España. Me desperté a las 7 de la mañana para ir al hospital, Unidad de TCA. Habían cambiado la Unidad de planta, ahora está en la 4ª y, por fin, todas las consultas están en el mismo sitio. ¿Qué era eso de pasear tu cara demacrada por cada uno de los pasillos llenos de enfermos?


1er paso: Psicología. El psicólogo fue el primero en atenderme. Lo mismo de siempre. O tal vez no. Ya no tengo demasiado que decir. Me he quedado sin palabras. Cuando llegué a la Unidad, hace ahora casi un año y medio, tenía mucho de lo que hablar. Muchas palabras y sentimientos que pronunciar por primera vez. Una caja de Pandora que destapar, un cúmulo de sentimientos y pensamientos que había ido acumulando en mi interior durante los últimos 8 años y que me habían ido carcomiendo hasta convertirme en ese ser magullado y enfermo que fui durante tanto tiempo. Pero aquello acabó. No hay más. Ya abandoné mis conductas estrafalarias, mis ayunos diarios, mis manías excéntricas hasta la obsesión, mis rutinas estrambóticas y enfermizas. ¿Qué más quieren quitarme ahora? No hay más que decir, ya me deshice de todo aquello que me estaba matando por dentro. ¿Qué más puedo decir?


Pero él quería hacerme hablar y yo no tenía ya palabras. Mis respuestas fueron escuetas. “Sí”, “no”, “bien”, “no lo sé”. He dejado de pensar, de reflexionar, de plantearme y cuestionarme todo lo que hago, por primera vez hago las cosas sin más. Simplemente las hago. Me limito a vivir. Cada 2 segundos se hacía un silencio desagradable que él se empeñaba en llenar explicándome reiteradamente en qué consiste una vida saludable. ¡Cómo si no lo supiera! Perdone señor psicólogo, ¿se ha parado a pensar alguna vez que tal vez no me importe todo ese rollo de la “vida saludable”? Parece que no se enteran. Deporte, una dieta equilibrada, la pirámide de la alimentación… estoy un poco cansada ya de escuchar el mismo cuento de siempre. No se va a hacer efectivo simplemente por repetirlo una y otra vez. A veces me pregunto de qué me sirve ya seguir yendo allí. Me siento incómoda y, en cierto modo, atacada; la situación resulta algo violenta y forzada. Me gustaría por una vez escuchar qué tiene él que decir. Llevo hablando durante más de un año y aún no me ha dado un diagnóstico. ¿Por qué estoy enferma? ¿Qué hice mal? ¿Por qué narices he caído en esta mierda? ¿Qué cojones me pasa señor psicólogo? Te hacen sentir como un ser despreciable, como una rata de laboratorio, como si estuvieras loco. Te llenan el estómago de pastillas y ni siquiera se molestan en decirte qué diablos te pasa.


Finalmente, tras un largo silencio, me dice si tengo algo más que añadir. –“No”–. Como si lo hubiera tenido durante la interminable sesión. –“Bueno, entonces espero que te vaya muy bien en Inglaterra y que te vayan muy bien los exámenes. Ya nos veremos en Junio”–. ¡Por fin! Libre… al menos por el momento. Aún quedaba lo peor.


2º paso: Enfermería. Entré en la consulta, me quité el abrigo y me senté. El mismo ritual de siempre. Lo bueno de las sesiones de enfermería es que siempre sabes lo que va a venir a continuación. Me tomaron la tensión (9/6, ¿qué diablos pasa conmigo? ¿por qué narices tengo siempre la tensión tan baja?) y me pesaron (Oh, Oh). Me lo temía. He engordado. No es nada nuevo. Ya lo sabía. He engordado mucho. Es la vida en Inglaterra. O tal vez sólo la vida Erasmus. Dejas de hacer tanto deporte como sueles hacer, dejas tus dietas estrafalarias (Y Dios sabe que quería seguirla pero allí resulta imposible) y quedas con la gente para comer y/o cenar porque necesitas relacionarte (y, sí, otra vez, todas las relaciones sociales se realizan en torno a la comida). No puedes rechazar las propuestas porque sino te quedas solo y allí necesitas a alguien, la soledad en aquel país se hace insoportable porque no tienes absolutamente nada, a pesar de que siempre creí que sería capaz de soportarla. Y bebes. Bebes mucho. Bebes más de lo que has bebido nunca; y todos sabemos cuánto engorda el alcohol (mierda).


55 kilos. ¡55 kilos! Mierda, mierda, mierda. Sabía que había engordado. Sabía que había engordado mucho, ¿pero tanto? Pensaba que estaría alrededor de los 53 ó 54 kilos. ¿55? Mierda, mierda, mierda. “Vale, 54 kilos sin ropa” es lo que pienso nada más bajarme de la báscula porque no soy capaz de aceptar que peso (mierda) 55 kilos.


¿Saben cuánto pesaba antes de irme a Inglaterra? 48 kilos. ¡48 kilos! ¡Y ahora peso 55! Eso hacen 7 kilos en… ¡7 meses! A un kilo por mes. Me da hasta vergüenza escribir esa cifra, reconocer mi peso. A veces cuando me miro al espejo no me reconozco y pienso “esa no soy yo”. Resulta muy difícil aceptar que pesas 55 kilos cuando hace tan solo un año pesaba 45 kilos, la maravillosa cifra de 45 kilos. Son 10 kilos más en mi, ya no tan, diminuto cuerpecito.


Pero lo he aceptado (¿lo he hecho?). En el fondo, dentro de mí, de algún modo, lo he aceptado. Lo he aceptado porque, de algún modo, este año está siendo un break en mi vida. Y no me importa. Por primera vez no me importa (claro que me importa, joder) o tal vez no me importa tanto como antes. Quiero decir que este año estoy aprendiendo a dar más importancia a otros aspectos de mi vida aunque sé que cuando vuelva a mi vida real eso tiene que cambiar. Lo más difícil ya no resulta aceptar mi cuerpo con sus nuevas curvas porque de algún modo me encuentro incluso más sexy y atractiva (¿será porque he ganado en seguridad y confianza en mí misma?), lo más difícil es aceptar que los pantalones ya no me entran, que la ropa me queda estrecha, que las camisetas se ciñen en los lugares menos deseados y (mierda) ¡no tengo más ropa que ponerme!


Hablo durante algunos minutos con la enfermera. No recuerdo sobre qué porque estaba demasiado absorta pensando en esos aterradores 55 kilos. De todas formas, la enfermera es agradable. No me importa hablar con ella, en cierto modo, sé que está de mi lado y, a pesar de todo, ella no me hace sentir como un bicho raro. Me apoya, me anima y me dice que todo irá bien, que cuando vuelva perderé esos kilos y me estabilizaré. Que no me preocupe. Salgo de la consulta. Segundo obstáculo superado (¿superado? ¿Podré alguna vez olvidar esa abominable cifra de mi cabeza?). Aún quedaba lo peor.


3er paso: Psiquiatría. Entro en la consulta y me siento al otro lado de la mesa del señor psiquiatra. Él pregunta mi nombre (vaya rigor si ni siquiera son capaces de recordar a sus pacientes) y abre la carpeta con mi historial. Me pregunta qué tal va todo. “Estoy en Inglaterra, ¿recuerda? Todo muy bien por allí, muy contenta…” la misma historia de siempre. Tengo algo importante que contar aunque me da miedo hacerlo. Sé que me echará la bronca pero no encuentro el modo de maquillarlo así que simplemente lo suelto, sin más. “Dejé la medicación.” Su cara se tercia en un brusco interrogante entre terror e incomprensión. Su expresión me asusta de modo que intento explicar los por qués (si es que hubo alguno alguna vez). “Usted me planteó la posibilidad de dejar la medicación antes de irme pero decidió mantenerla porque me iba para allá y no sabía cómo reaccionaría al cambio. Empecé a tomarla pero después de alguna semana… la dejé.” “¿Cómo que la ha dejado?” Añade.


La dejé sin más. Me sentía muy bien allí en Inglaterra y, bueno, lo cierto es que allí olvidé mis rutinas, mi organización, los horarios... algunos días se me olvidaba tomarla, otros días dejaba de tomarla porque bebía alcohol y poco a poco, decidí dejar de medicarme. Estaba cansada de meterme tantas pastillas que ni siquiera sabía si me hacían en realidad algún efecto. “Es una insensatez. ¿Cómo se le ocurre hacer tal cosa? Se ha puesto en un altísimo riesgo.” ¿Riesgo? Ni que hubiese muerto. Me dan ganas de reír en su propia cara pero consigo mantener la compostura.


Es cierto que existe un alto riesgo de adicción después de un largo tratamiento con Prozac pero yo no sentí ningún tipo de efecto al dejarlo. Sin embargo, él insiste en el altísimo riesgo al que me había sometido. “Existe un protocolo para retirar la medicación y es muy importante seguirlo rigurosamente. Hay que hacerlo poco a poco. Primero hay que estar una temporada con una dosis reducida, luego pasar a medio comprimido diario, luego a medio comprimido diario días alternos y por último retirar la medicación definitivamente y medir los efectos sobre el paciente.” Pamplinas. A mi juicio no son más que tonterías. Yo no sentí ningún efecto. Y tampoco lo hice premeditamente, simplemente me parecía imposible mantener allí la medicación porque el descontrol y la desorganización en mis horarios y en mi nueva vida me impedían seguir con dicho ritual diario que únicamente me recordaba que seguía estando enferma.


“Pero todo va perfectamente, me siento muy bien, como de todo, he dejado de saltarme comidas, como muchas más cosas que antes…” Él se extraña. Le resulta sumamente extraño que tras retirar la medicación bruscamente todo fuera bien. “Bueno, si usted dice que va todo bien, me alegro pero se ha puesto en un alto riesgo” añade con una expresión de incertidumbre y asombro en su rostro haciéndome sentir, no sólo terriblemente culpable sino, incluso, en cierto modo, loca; recién salida del manicomio.


“Bueno, he tenido algún episodio de vómito en los últimos meses pero ha sido muy ocasional.” Digo yo con cierto orgullo. “Ah. Ya me extrañaba a mí que estuviese todo bien cuando me dijo que había dejado la medicación.” Dice él en un tono de alarde y arrogancia, como si estuviese esperando cualquier minucia para clavarme el puñal de la vanagloria. “¿Qué quiere decir con ocasional?” “Pues… 3 ó 4 veces en 3 meses”. No está mal, ¿no? Al menos yo me sentía orgullosa de esa cifra. No es algo que me enorgullezca. Resulta terriblemente violento y nauseabundo saber que me he inclinado sobre la taza de váter y he deslizado mis dedos a través de mi garganta una y otra vez porque no he tenido la suficiente fuerza de voluntad para controlar mi ingesta. Sin embargo, 3 ó 4 veces resultaba para mí un logro, especialmente después de haber pasado tantos años de mi vida vomitando hasta 2 (y, a veces, incluso 3) veces al día de cada día de cada semana de cada mes.


“4 veces en 3 meses hace una estadística de más de 1,3 vómitos al mes.” Añade él. ¿De verdad cree que esto se puede medir conforme a estadísticas? Semejante estupidez. No es cuestión de estadísticas. Ni siquiera se toma la molestia de preguntarme qué había desatado esos episodios, cuál había sido el desencadenante o por qué lo había hecho. En mi humilde opinión, no creo que tenga nada que ver con la medicación. No quiero decir que la medicación no tenga ningún efecto porque, obviamente, claro que lo tiene, pero esto va más allá de cuestiones físicas. Tiene que ver con las emociones y sentimientos (cuántas millones de veces habré escrito ya esta frase) y aún no se dan cuenta. Algunas personas pagan su malestar emocional con el alcohol, las drogas, la soledad, la depresión… yo lo pago con la comida y en varias ocasiones puntuales que no he sido capaz de controlarlo he ido al baño y he vomitado. 4 veces en 3 meses. No lo considero alarmante. Pero, obviamente, para el señor psiquiatra aquello supone un riesgo de muerte porque (Oh, ¡Dios mío!) ¿qué persona en su sano juicio deja de medicarse por cuenta propia y se mete los dedos en la garganta hasta provocarse el vómito? Habría que estar loco para hacer algo semejante; de hecho, ni siquiera sé qué hago suelta por el mundo, debería estar encerrada en un psiquiátrico.


Sí, sé que puede sonar algo brusco y, aunque no lo crean, no tengo nada en contra de los señores psiquiatras (aunque en los últimos años empiezo a cogerles algo de manía porque piensan que con sus miles de pastillas de formas y colores diferentes pueden arreglar el mundo) pero éste en concreto ha perdido toda la credibilidad para mí. ¿Cómo creer en su palabra cuando me dijo hace muchos meses que debería estar ingresada en el hospital? ¿cuando me dijo que debía dejar la universidad, mis clases, mi familia, mi vida, para centrarme de lleno en el tratamiento e ingresar en el hospital de día? ¿cuando me dijo que si no me lo tomaba en serio me iba a morir? ¿cuando me dijo que no debía irme a Inglaterra sino desaprovechar la oportunidad de mi vida para quedarme aquí y resarcirme en mi propia mierda?


Aún me cuesta comprender cómo una persona que, supuestamente, debería saber cómo tratar a una persona con trastornos alimenticios no es capaz de entender que encerrar a un paciente en un lugar rodeado de comida por doquier, pensando en comida, kilos y calorías las 24 horas al día, rodeado de enfermedad, de enfermos, médicos, básculas, metas, objetivos, rutinas y organización cada día, alejándole de su vida, de una vida normal, de los sentimientos y emociones a los que tiene que enfrentarse, que tiene que aprender a afrontar, pueda creer que de verdad encerrarle en esa burbuja irreal sea beneficioso. Él quería arrebatarme mi vida, mis oportunidades, mis estudios… yo no necesito estar encerrada, necesito vivir para aprender a disfrutar la vida, para aprender a desear vivir, para aprender a hacerlo aquí fuera, en el mundo real, con todas las consecuencias. Lo siento señor psiquiatra, ha perdido toda la credibilidad para mí.


“Muy bien, usted verá lo que hace.” Todo lo que me puede ofrecer es continuar (o empezar de nuevo) con el tratamiento. Me propone un nuevo tratamiento. No recuerdo el nombre de la nueva medicación, algo relativamente nuevo. Una nueva receta de topiramato (el topiramato son anticonvulsivos para el tratamiento de la epilepsia y el síndrome de Lennox-Gastaut en niños aunque algunos psiquiatras lo usan en el tratamiento del trastorno bipolar, la obesidad o el alcoholismo) mejorada. Pero hay un pequeño detalle. Este nuevo fármaco puede provocar un efecto negativo en el nivel de sodio del organismo con lo que conviene hacerse análisis periódicos (más mierda). Estoy cansada de pastillas, básculas, análisis de sangre, análisis de hormonas… Sólo quiero un respiro. No me apetece estar en Inglaterra pensando en toda esta mierda. Allí estoy bien, que me dejen vivir. Tal vez cuando vuelva me apetezca pensar de nuevo en todo esto pero, de momento, sólo quiero que me dejen disfrutar de este año de mi vida.


Le digo que lo pensaré porque no sé si allí podrán hacerme las pruebas (lo cual es cierto). Pero la verdad es que no sé qué hacer. Algunas veces deseo dejarlo, acabar con todo. Ahora me siento bien y, sinceramente, lo de los vómitos ocasionales no creo que sea cuestión de pastillas sino de control personal. Pero, otras veces, tengo miedo. Sé que corro un riesgo muy grande y soy consciente de que cuando vuelva de Inglaterra, cuando vuelva a mi vida real de nuevo (y encima con esos kilos de más) el riesgo será muy elevado. Una parte de mí quiere acabar con todo de una vez pero otra parte de mí cree que lo correcto es no dejar el tratamiento y hacer caso a los señores médicos.


Llega un punto en que me pregunto si el resto de mi vida será así, si todo esto acabará alguna vez. Subidas y bajadas, tratamientos interminables, visitas a los señores “psi”… Cuando todo empieza nunca piensas qué pasará más adelante, te limitas a pensar en el ahora, en bajar esos kilos, en mantener el control; pero poner fin es más difícil cuando es demasiado tarde y no somos consciente de que aún queda lo peor.



ANA


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29 MARZO 2009



Parecía tan lejano... parecía que no fuera a llegar nunca este momento. Pero llegó. Después de casi 3 meses por tierras inglesas, y una semana maravillosa en Suecia, llegó este momento. El momento de regresar a casa. Un respiro
. Aún no es el final. Tenemos un mes de vacaciones, the easter vacation (vaciones de pascua). Un break.

Volví de Suecia hace tan sólo dos días. Estocolmo es precioso. Suecia, país de paisajes y horizontes infinitos. País frío pero cálido de alguna manera. País de leyendas y tradiciones. El cielo en Suecia me ha robado el corazón. Nunca antes había visto un cielo tan azul. Las nubes surcan a gran velocidad la inmensidad de un cielo que se pierde en el horizonte. Sus paisajes son maravillos. Los perfectos copos de nieve caen del cielo cubriéndolo todo y convirtiéndo el paisaje en interminables explanadas blancas impolutas en las que se refleja el sol. Y lo que más me fascina es el modo en que afronto estas nuevas experiencias, el modo en que disfruto de ellas como nunca antes lo había hecho.

Pero tenía ganas de volver a casa. Volver a España, ver a mis padres, a mi familia, a mis amigos... y retomar algunas cosas que quedaron en la cuerda floja.

Y ahora que, por fín, estoy aquí me resulta extraño. Tengo tres semanas de vacaciones antes de volver a Inglaterra y ya empiezo a pensar que
solo me quedan unos meses para acabar esta aventura en el extranjero y volver a España para siempre. Todo se hace sumamente extraño. El tiempo pasa rápido, el mundo va a un ritmo frenético y en cuanto nos damos cuenta y miramos atrás han pasado cientos de cosas en las que ni siquiera hemos reparado.

Hace algún tiempo todos estos cambios, estas idas y venidas, estos vaivenes en mi vida, se me habrían antojado aterradores. Ahora resultan excitantes. Hace algún tiempo la incertidumbre y la inseguridad me hubieran impedido disfrutar todo lo que está suciendo en mi vida durante este año. Algo ha cambiado en mí y apenas he tenido tiempo para reparar en ello. Por primera vez en mi vida me estoy limitando a vivir, sólo a vivir. Necesito parar, reflexionar un poco y mirar atrás pero el hecho de vivir, simplemente vivir, resulta fascinante.

Apenas he tenido tiempo para reflexionar y escribir en este tiempo y necesito hacerlo. Las próximas semanas en España aprovecharé para contar con más detalle cómo esta maravillosa aventura está afectando a mi vida. No todo es tan maravilloso como parece, todo tiene su lado negativo, pero aún así resulta fascinante ver cómo, a pesar de todo, sigo viviendo y deseando vivir.

Cómo a pesar de todo, he conseguido mantener una sonrisa casi permanente en mi rostro, una sonrisa a veces nublada por las lágrimas pero un deseo de sonreir constante. Un deseo de sonreír y de vivir diario.

ANA