29 JULIO 2007
Estaba equivocada. He estado mucho tiempo esperando que alguien me salvara. Pensaba, o tal vez creía, en el fondo de mí misma, que alguien vendría a salvarme. Tal vez una parte de mí siga creyendo en aquel cuento de hadas en el que la princesa espera en la más alta torre a ser rescatada por un apuesto príncipe que la salve de las fauces del dragón o tal vez de sí misma. Tal vez una parte de mí misma siga creyendo ser esa princesa o más bien queriendo serlo esperando a ser rescatada. Pero ahora me he dado cuenta de que nadie vendrá a salvarme. Que soy una princesa atrapada en la torre de mi propio castillo, de mi castillo de arena.
Día a día voy poniendo granitos de arena sobre ese castillo que me cobija, que me esclaviza y que me tiene presa. Hasta que un día, de repente, el castillo de arena se desmorona y tú te desmoronas con él. Estás atrapada bajo tu propia arena, bajo tu propia esclavitud, bajo ti misma y nadie vendrá a salvarte. Tienes que salvarte tú misma.
Estaba convencida de que alguien vendría a salvarme. Esperaba, de verdad esperaba, que alguien me salvase y ahora me he dado cuenta, como nunca antes lo había hecho, de que la única que puede salvarse soy yo misma. En el fondo de mí esperaba, y de hecho estaba convencida de, que alguien vendría a salvarme y me diría “vamos, no te preocupes. Ahora estás a salvo. Cierra los ojos, dame la mano y déjate guiar.” Entonces todo iría bien. Ya sabía que no sería fácil. Que me resultaría tremendamente duro caminar por el asfalto con los pies descalzos pero esperaba, creía que alguien me mostraría el camino.
Y ahora me siento desorientada porque no sé qué camino debo escoger. Porque aunque hay una parte de mí que me dice que debo seguir adelante, aunque hay una parte de mí que me impulsa a seguir caminando, siento que no puedo hacerlo sola. Siento que no sé hacerlo sola y que si sigo haciéndolo sola volveré a tropezar con cada piedra, con cada árbol, con cada arbusto. Porque, en el fondo de mí misma, necesito que alguien me diga qué camino debo escoger y más que eso, cómo debo afrontar el camino sola para no cometer los mismos errores, los mismos fallos y no volver a caer.
Acudí a la consulta del psiquiatra algo asustada, o más bien inquieta, pero muy segura de mí misma. Sabía que ese era el único lugar en el mundo en el que debía estar en ese momento. No había estado más segura de nada en toda mi vida. Llegué un poco antes de la hora prevista. Tal vez para no hacer esperar al doctor o más bien para que no se hiciera una idea anticipada y errónea de mí (o más bien la idea correcta).
No era como imaginaba. No había ningún diván por ninguna parte. Era una habitación pequeña, trivial, vulgar e impersonal. Apenas un par de estanterías llenas de libros entre 4 paredes vacías. Una mesa. El doctor, un señor de unos 50 años con gafas y aspecto amable, sentado tras un escritorio basto y rudo. Dos sillas al otro lado. Me senté algo tímida y comencé a hablar. Estaba nerviosa. Movía las manos con gran diligencia y hablaba con locuacidad. El psiquiatra enseguida se dio cuenta de que era muy consciente de lo que me pasaba, de que expresaba a la perfección cada cosa sentía y las razones para cada uno de esos sentimientos. Hablamos largo y tendido. Él me interrumpía con algunas preguntas.
¿Cómo te describirías? ¿Dirías que eres una persona perfeccionista? ¿Viviste alguna circunstancia o situación anormal en tu infancia? ¿Te obsesionas con hacer las cosas del mismo modo una y otra vez, repetir frases o realizar algún tipo de ritual el mismo número de veces? ¿Qué sucede cuando no lo cumples? ¿Qué tal te llevas con tus hermanos? ¿Cómo es tu madre? ¿Cómo te sientes? ¿Dirías que has perdido la ilusión? ¿Qué cosas te gustan? ¿Te lavas las manos con frecuencia? ¿Has tenido alguna crisis de ansiedad? ¿Cuánto pesas? ¿Te ha desaparecido la menstruación? ¿Te preocupa tu peso? ¿Tomas pastillas para adelgazar, laxantes, diuréticos...? ¿Fumas? ¿Bebes?...
Yo contestaba a cada una de sus preguntas sin apenas titubear. Entonces me preguntó cuál era mi diagnóstico. Me quedé perpleja. ¿Mi diagnóstico? Pensé que debía ser él quien me hiciese un diagnóstico. Se dio cuenta con facilidad de que comprendía perfectamente lo que me pasaba. Anuncié que tenía problemas alimenticios que había desarrollado desde hacía años y que, si bien, ahora estaba mucho mejor, más recuperada y más estabilizada, creía que mi verdadero problema era otro, que se ocultaba tras esas extrañas conductas alimenticias pero que no acertaba a averiguar.
Hablamos largo y tendido sobre la psiquiatría, la psicología, diversos trastornos de la conducta, manías, tipos de tratamientos, la personalidad, etc, me sentí muy a gusto hablando con el psiquiatra en una conversación de tú a tú con alguien que comprendía a la perfección cada una de mis reacciones.
Tras la consulta anunció su veredicto. En primer lugar, tengo un perfil que encaja a la perfección con el de la anoréxica, lo cual conlleva un gran riesgo. Sin embargo, en la actualidad, según el psiquiatra, no encajo exactamente en ningún cuadro clínico. Tengo síntomas diversos que rozan algunos trastornos de la conducta, manías, o trastornos obsesivo-compulsivos propios de mi carácter y de una personalidad que no me beneficia en absoluto. Su diagnóstico final fue depresión leve y Trastorno Alimenticio No Específico.
Me recetó unos antidepresivos y unos ansiolíticos que debía tomar hasta nuevo aviso.
En un primer momento, dudé si debía hacerlo. En cierto modo, me parecía una forma de abstraerse de la realidad. No creo que el mejor modo de curar a una persona que sufre a causa de una realidad que le deprime, que le angustia, que le esclaviza, sea abstraerla de ella. Es como otro parche. Unas pastillas que tiñen tu vida de color de rosa. Yo quiero ser feliz por mí misma. No quiero unas pastillas que desvirtúen mi realidad.
Prozac. Leo el prospecto. Efectos secundarios: leve pérdida de peso. Genial. Voy a perder peso tomándome estas pastillas. Me arrepiento de no haber acudido al psiquiatra antes. Sé que los antidepresivos y los ansiolíticos pueden crear adicción y sé que tengo una personalidad muy dada a los comportamientos adictivos. Este hecho se me antoja especialmente tentador en un nuevo intento de autodestrucción que, desgraciadamente, controla mi vida.
Desde “Mi gran día” sigo a raja tabla las dosis de mis medicamentos. Pero sé que no es la solución. Esperaba, inocentemente, que aquel hombre de aspecto gentil y bizarro me quitase las cadenas que me oprimen. Espera algo. Tal vez un milagro. Esperaba quizá salir de la consulta con un nuevo Plan. Un método a seguir. Un tratamiento, algún tipo de orientación. Esperaba realmente que aquel hombre me salvase. Pero al salir de la consulta comprendí que nadie vendrá a salvarme. Que tan sólo puedo salvarme yo misma.
Gracias a todas por vuestros comentarios, vuestro apoyo incondicional y vuestras palabras de ánimo. Todo va bien. Al día siguiente de acabar la consulta me fui a pasar unos días con mi chico y luego a ver a mi abuela. Llegué esta misma tarde y no pude esperar a escribir. Dentro de un par de días vuelvo a irme de vacaciones y volveré a dejar un hueco durante algún tiempo pero espero volver a escribir antes de marchar. Un saludo.
ANA