"Quien bien te quiere te hará llorar"


22 ENERO 2008

Durante mucho tiempo he tratado de defender su postura, sus opiniones, su forma de pensar, de comportarse, incluso; aún sin compartirla. Durante mucho tiempo he defendido sus palabras y sus argumentaciones tratando de entender su posicionamiento más allá de toda duda razonable.


Supongo que quería hacer de mi padre el padre perfecto. Quería que fuese un padre perfecto, un padre que no ha sido. Me entristece saber, pensar e, incluso, creer que no ha sido el padre que siempre quise o creía que era, o más bien que deseé que fuese empeñándome en hacerlo que así pareciese; esbozando una figura irreal, falsa, abstracta, errónea, incongruente con la realidad, intentando convencerme de que estaba equivocada, de que tenía sus razones, de que había una explicación, un por qué; de que, en el fondo, debajo de esa máscara de hombre fuerte, invulnerable e incorruptible se escondía un buen padre. A pesar de las evidencias, de los sinsentidos, de las obviedades, me empeñé en justificarle, en razonar cualquier excusa posible que pudiese absolverle de sus pecados de padre impoluto.


Llega un momento en la vida en que una parte de tu mente se desprende, esa parte de ti mismo que no es más que la te mantiene apegado a tu infancia, esa parte que te impide crecer, madurar e independizarte. Esa parte que te obliga a seguir creyendo en los cuentos de hadas. Esa parte crédula e inocente que añoramos cuando crecemos de la que todos debemos desprendernos para aceptar la realidad de una vida cruel en la que los sueños no se hacen realidad.


Esperamos demasiado. Esperamos demasiado de la vida y de nosotros mismos. Esperamos demasiado de la gente que nos rodea y de la felicidad. Esperamos una felicidad inalcanzable, inexistente. Soñamos con convertirnos en personas, hombres y mujeres, admirables, inalcanzables, exitosos y basamos nuestra felicidad y nuestras vidas en cosas banales e insustanciales que dejan un vacío tras de sí.


Esperaba demasiado. Esperaba demasiado de la vida y de mí misma. Esperaba demasiado de la felicidad y de todos cuantos me rodeaban. ¿En qué se traduce eso? En el fracaso, en la sensación de fracaso. Te sientes fracasado porque has puesto las expectativas demasiado altas.


Esperaba que mi padre fuese perfecto y después de 23 años de convivencia he comprendido que debo dejar de justificarle y aprender a aceptar que no es perfecto. ¿Cómo vivir sabiendo que mi padre no lo es? ¿Cómo alcanzar la perfección que ansío si el mundo que conozco, si todos los pilares que lo sustentan se derrumban ante mí?


“No quiero ir a la terapia familiar,” –fue su única respuesta– “no va conmigo.” ¿Cómo justificar esa postura? ¿Cómo entenderla? ¿Cómo defenderla? No puedo hacerlo. Estoy cansada de cargar con tal responsabilidad, estoy cansada de ser la que cede, la que calla, la que traga, la que se comporta, estoy cansada de seguir la corriente.


¿Cómo no justificarle? ¿Cómo asumir que tu padre “pasa”? ¿Cómo aceptar que a tu propio padre no le interesa lo que te sucede? ¿Cómo afrontar el hecho de que a tu padre no le interese lo más mínimo si fuiste al tratamiento, si fuiste a la última sesión, si has vuelto a adelgazar, si te has saltado una comida, si no tienes hambre…? ¿Cómo aceptar que a tu padre no le quita el sueño que su propia hija esté enferma? ¿Cómo entender que un padre no se preocupe por una hija? ¿Cómo asumir que no soy lo suficientemente importante para mi padre?


Mucha gente me ha dicho en diversas ocasiones la suerte que tengo por tener esta familia. A veces no basta con mirar desde fuera, hay que mirar muy dentro para ver la realidad, el exterior no es más que un modo de ocultar la verdad. Algunas personas se creen más desafortunadas por no conocer a su padre o por haberle perdido… pero, a veces, es preferible no conocer a una persona a que haga de tu vida un infierno, otras veces, simplemente, es doloroso sin más porque ya se sabe, “quien bien te quiere te hará llorar”.


ANA


6ª Sesión


16 ENERO 2008


Hoy hace exactamente una semana que acudí a mi primer control del año. Llegué unos minutos tarde debido a la nueva huelga de autobuses. Esperé unos instantes hasta que Pilar me hizo llamar. Entré en la sala y me senté. Le entregué mi registro alimentario tras las consabidas felicitaciones de año nuevo y analizamos las comidas. Bastante bien, un aprobado alto. Me adapté con facilidad a las comidas de navidad sin poner apenas pegas a los alimentos navideños, sin hacer excesivos abusos de dulces para calmar mi ansiedad ni diferenciar mi alimentación del resto.


Le comenté que había vomitado en dos ocasiones. Me preguntó si se debía a las comidas de navidad tales como Nochebuena o Fin de Año. No. “¿En qué circunstancias sucedieron?” La primera vez fue un día que discutí con mi tía. Me sentí mal. No supe encajar la discusión, no sabía cómo tomármelo, nunca había discutido con ella y me sentí tan mal que quise eliminar ese sentimiento de angustia en mi interior. Comí a escondidas y vomité la comida en el baño. La segunda ocasión fue al volver a casa después de las vacaciones. “Los cambios y las adaptaciones” añadió ella. “Sí”.


Me tomó la tensión. Volvió a bajarme de nuevo: 9/6. Me pesó: 47 kilos. “Has engordado un kilo.” Me dijo. Le dije que ahora me agobiaba más el peso. Que antes no me preocupaba tanto y no me importaba subir un par de kilos pero que ahora me preocupaba más y tenía miedo de engordar. Le dije que me había pesado antes de Navidad y estaba más delgada y que estos kilos no los llevaba muy bien, que me daba pánico engordar. Me preguntó si me pesaba a menudo. Le dije que lo hacía una vez por semana. Que había perdido la costumbre hacía algunos años, que dejé de hacerlo repentinamente y estuve 3 años sin subirme a una báscula pero que desde que llegué al hospital y empezaron a pesarme comencé a recuperar la costumbre y lo hacía una vez por semana. Me dijo que debía dejar de pesarme. Que no lo hiciera, que sólo serviría para obsesionarme más con el peso y que ya me pesarían ellos en el hospital, que no lo hiciese.


Sé que hice bien en decirlo pero una parte de mí se arrepintió de hacerlo. Necesito pesarme, lo necesito, no puedo imaginarme no pesándome. No puedo. Necesito saber que como y no engordo pero tampoco quiero ver que bajan los números de la báscula porque me da miedo aunque una parte de mí se sienta bien.


Asentí con la cabeza confirmando que dejaría de hacerlo aunque muy dentro de mí sabía que no sería así. ¿Qué daño puede hacerme pesarme una vez a la semana? Cuando empecé a pesarme tan solo lo hice para comprobar que todo iba bien, que seguía el tratamiento como me decían, que lo estaba haciendo bien, que no estaba adelgazando, era mi forma de medir mis resultados, no perdía peso pero tampoco engordaba, lo que me motivaba a seguir con los objetivos y las comidas.


Hoy volví a pesarme como cada miércoles. El pánico se apoderó de mí. 44,500. No lo entiendo. No puedo entenderlo. Estoy comiendo. Tal vez sean los exámenes, los nervios, pues nunca había estado tan nerviosa en un período de exámenes antes. Ayer tuve mi primer examen y estuve durante las 2 horas y 30 minutos que duró moviendo las piernas sin parar en mi silla. No entiendo cómo he podido bajar tanto de peso. No lo entiendo, estoy comiendo, lo estoy haciendo. No me salto ninguna comida, no he vuelto a vomitar, incluso he añadido pasas y nueces a mi dieta. No lo entiendo.


El miércoles que viene tengo el siguiente control de peso y me da pánico sólo de pensarlo. Me da miedo la sola idea de que me digan que tienen que ingresarme. ¿Cómo justificar una pérdida de peso de más de 2 kilos en una semana? No me lo explico.


Mis amigas me dicen que estoy mucho más delgada y lo más triste es que yo ni siquiera me veo así. Yo me veo igual. Algo delgada, tal vez, pero no excesivamente. Mi madre empieza a desconfiar de mí. Hace unos días me preguntó si no seguiría subiendo diariamente por las escaleras hasta el 8º piso en que vivimos como hacía antaño. Le dije que no, lo cual es totalmente cierto, pues ni siquiera me siento con fuerzas para ello actualmente, pero dudó si creerme realmente porque no se explicaba cómo podía estar tan delgada.


La sesión con el psicólogo la semana pasada fue bastante esclarecedora. Le comenté que mi abuela me había confesado haber sufrido problemas alimenticios en su juventud y que, aunque mi madre no lo había confesado abiertamente, estaba casi segura de que también ella había tenido algún escarceo con las dietas y las calorías en su juventud de mujer soltera e independiente. No es de extrañar si reparamos en las conductas y los comentarios de ambas hacia las comidas, hacia las mujeres, hacia el peso, las cantidades en el plato, las calorías, la cultura de la delgadez y el cuerpo… es obvio.


El psicólogo me preguntó qué me cambiaba saber eso. Mi respuesta fue rotunda. “Me justifica. Tal vez no sea una justificación a nivel psicológico o médico pero sí lo es a nivel personal.” Él aseguro que sí era una justificación a nivel psicológico. Me sirve como justificación. Con esto no quiero decir que me expíe de todas mis culpas, sino que no soy yo la única culpable. No quiero tampoco culpar a nadie porque no creo que se pueda culpar a nadie por hacer algo inintencionadamente, sólo necesitaba encontrar una justificación, un consuelo. Y lo he encontrado. Y me alivia.


Hablamos sobre el papel de mi madre, sobre la relación en casa con la comida y la dificultad para mejorar en un ambiente como ese. Hablamos sobre lo que significaba mi madre para mí, cómo la veía yo y en qué me gustaría parecerme a ella y en qué no. Intenté describirme un poco sin éxito. En este proceso he ido perdiéndome a mí misma. Ha llegado un momento en que ya no sé quién soy y mucho menos cómo soy. La anorexia se ha comido una parte de mí y a veces me hace confundirme entre mi yo real y mi yo enfermo. Puedo distinguir perfectamente un antes y un después en mi vida. Existe un punto de inflexión claramente marcado en mi vida por la enfermedad en el que puedo verme como dos personas completamente diferentes, sin nada que ver la una con la otra. Dos vidas diferentes y encajar ambas en una misma persona resulta complejo.


El psicólogo afirmó que esto suele suceder cuando existe una confusión entre el “yo ideal” y el “yo real” y es necesario trabajar en este campo para saber distinguir exactamente entre lo que quieres y quien eres.


Hablamos de nuevo sobre el centro de día. Le dije que a parte de las dificultades y las complicaciones para llegar hasta allí cada día, la realidad era que me daba miedo ingresar allí. Me daba miedo porque en casa mi madre era mucho más benévola conmigo y sabía que allí nadie lo sería. Hay muchos alimentos que no como aún. Me preguntó cuáles. Dulces, bollos, chocolate, helado, patatas fritas, salchichas, huevos fritos, aceite, mantequilla, natas, guisos, potajes, pan blanco, mayonesa y todo tipo de salsas, cordero… y muchos otros que me cuestan mucho, los fritos, la carne, sobre todo el cerdo, huevos… “Sí, claro, muchos de estos alimentos los ponemos aquí.” Dijo. Ya me lo imaginaba, por eso me da miedo ingresar en la unidad de día. No quiero ni imaginarme delante de uno de esos platos. Tal vez más adelante… pero necesito hacer algunos avances en casa, ir añadiendo poco a poco algunos alimentos.


No sé muy bien por qué pero le conté al psicólogo mi ritual del desayuno. 1 café con leche desnatada y una tostada de pan de molde integral sin mantequilla, ni aceite, ni mermelada, nada, cortada en 5 tiras. Siempre 5. Ni 4 ni 6. 5. No lo entendió bien y tuve que volver a explicárselo. Le dije que lo hacía todas las mañanas desde hacía muchos años y dijo que se tenía que acabar. Que se había convertido en una obsesión y que como toda obsesión no era buena. Sé que tendría que salir aluna vez pero es mi ritual de cada mañana. Mi tostada en 5 tiras y quieren quitármela…


De momento me han dado un tiempo. Le dije que ahora estoy de exámenes de modo que me han dado un respiro, me han dicho que me relaje, que procure ir a la biblioteca para no estar en casa y tener la comida cerca y no pensar en ella para calmar mi ansiedad, y me va muy bien por cierto!!, y que más adelante trabajaremos en estas cosas.


Los exámenes terminan el 6 de febrero así que no me veréis mucho por aquí de momento. El 23 tengo el nuevo control de peso y sesión con el psicólogo. Gracias por vuestro apoyo. Ánimo a todos.


ANA


Año nuevo, ¿vida nueva?


07 ENERO 2008


Aquí estoy de nuevo. Tenía ganas de volver a casa, sentarme frente a mi mesa y comenzar a escribir. Echaba de menos escribir. Me he pasado con frecuencia por el blog para leer vuestros comentarios durante las navidades. Me gusta leer vuestros comentarios, saber que alguien me apoya, me lee, me entiende… Cuando leo vuestras palabras de apoyo y agradecimiento una sonrisa ilumina mi rostro, a veces siento que lo que hago tiene sentido, no solo para mí, para mi familia, sino para más gente ahí fuera, como ejemplo para otras personas que pueden ver que es posible salir adelante, sacar fuerzas de donde parece no haberlas y enfrentarse a la vida para seguir adelante cada día y caminar.


Pero a veces otros comentarios me entristecen. Comentarios de chicas que ven en mí un ejemplo y un apoyo para dejar de comer, que se refugian en mis palabras y en mi historia, en mis sentimientos y emociones para no enfrentarse a los suyos propios, para huir de sus propias vidas en un intento de adentrarse en esta horrible enfermedad, queriendo dejar de comer, creyendo que eso les hará ser felices. Eso me entristece. Algunas lágrimas se desprenden de mi retina y no acierto a comprender si lo que hago tiene sentido, si mi labor, si mis escritos, si el compartir mis sentimientos con otras personas en mi situación es beneficioso o no para el resto.


Mi intención no era buscar el apoyo de nadie, ni siquiera aplausos o elogios. Mi única intención era dar a conocer la verdadera realidad y crudeza de esta enfermedad, desmentir los comentarios frívolos con que se generaliza esta enfermedad, desmentir las absurdas creencias postradas bajo esta máscara maquillada, sacar a la luz la verdad oculta, el dolor real, el sufrimiento, el desconocimiento común del que nadie se percata.


Las navidades se acaban. Con ellas las comilonas dignas de los antiguos faraones, las reuniones eternas alrededor de la mesa, los dulces, los bombones y el turrón. También los regalos y las visitas familiares. Pero comienza la rutina, lo seguro, lo conocido, la estabilidad, los horarios… otra vez de nuevo. Otro año más.


Y con la rutina la dieta. ¿Habré engordado? Un kilo. Tal vez un kilo. Ha aumentado mi miedo a engordar, eso sí es cierto. No quiero engordar, ahora sí tengo miedo. Pesaba 44,900 antes de navidad y sé que es poco. Antes no me hubiera importado pesar un par de kilos más pero ahora me da pánico subir de los 45. No quiero engordar y sólo estoy esperando que empiece la rutina para comenzar mi dieta normal y establecer mi peso. Menuda locura. Lo sé. Lo sé. No debería pesar tan poco, sé que debo engordar pero no puedo hacerlo, no quiero hacerlo, me siento bien con mis 45 kilos y no quiero engordar.


Un nuevo año y con él… ¿nuevo propósitos? El único propósito de nuevo año durante los últimos 7 años de mi vida, o incluso más, ha sido adelgazar y hacer dieta. Este año ni siquiera me lo he propuesto. No puedo proponerme adelgazar porque sé que no debo hacerlo, pero tampoco quiero proponerme engordar porque no quiero hacerlo. La dieta… ese es otro cantar. La dieta sí es un propósito. Quiero trabajar en mi dieta. En una dieta más saludable, incluir algunos alimentos, más variedad, estructurar las comidas, eliminar los picoteos fuera de las comidas… trabajar en una dieta más equilibrada. Aunque siempre cabe hacerse una pregunta… ¿qué es lo realmente equilibrado?


Pasado mañana, día 9 tengo la primera cita en la unidad de TCA con el psicólogo y con la enfermera. Primer control del año. Nuevos objetivos para un nuevo año.


Os deseo que este nuevo año os traiga sobre todo mucha felicidad, nada de dietas milagrosas, ni deseos infrahumanos, nada de esclavizar a vuestros cuerpos ni encadenaros en el infierno sino encontrar la felicidad en vosotros mismos, la verdadera felicidad, la felicidad plena.


ANA