27 SEPTIEMBRE 2007
El lunes volví por fin a casa y comencé la rutina. Cómo añoraba mi rutina. Hice llamadas, concerté citas, anoté cuidadosamente cada una de ellas en mi agenda sin provocar un colapso.
El martes por la mañana me levanté temprano para ir al hospital. Pronunciaron mi nombre. Entré en la pequeña habitación ante la atenta mirada de aquel barullo de ancianos. Deposité el bote con mi orina. Me senté en la silla frente a una señora mayor de aspecto brusco. Levanté la manga derecha de mi camiseta, cerré el puño y giré la cabeza. No podía mirar. Sentí una aguja penetrando mi vena. De repente, blanco, sólo blanco. Nada. Minutos después, la mujer me dice: “Ya está. ¿Te encuentras bien?” Sí, sí, digo enseguida estando aún un poco aturdida. 3 tubos. Me sacaron 3 tubos de sangre. El martes que viene me darán los resultados.
Al llegar a casa, llamé a ARBADA, la Asociación que se encarga de los TCA en Aragón. Después de mucho tiempo me decidí a llamar. Una chica muy amable me atendió. Quedamos hoy, jueves, a las 11,00 en la oficina. Llegué a la hora en punto. Subí las escaleras y toqué al timbre. No abrió nadie. Llamé varias veces. Nada. Me senté en las escaleras y respiré hondo. Me sentí humillada, despreciada, tosca, burda. Cuando por fin te decides a confiar en alguien, cuando por fin tomas aire y sacas fuerzas de flaqueza para hacer esa llamada, para presentarte allí delante de la puerta y tocar el timbre y nadie atiende a tu llamada, te sientes sola, abandonada, perdida, absurda, inútil.
Esperé durante más de 30 minutos echa un ovillo en el segundo escalón junto a la puerta haciendo un esfuerzo por evitar que las lágrimas salieran de mis ojos. Nadie vino a rescatarme. Nadie vino a ayudarme.
Cada día me doy cuenta de que este camino que me he empeñado en recorrer en mi vida no es tan fácil como esperaba o como, tal vez, hubiera deseado. A veces dudo, a veces me asusto, a veces me arrepiento, a veces quiero retroceder o, incluso, desertar. Pero, entonces, me doy cuenta de que, poco a poco, he ido consiguiendo algunas cosas que hace que este duro camino merezca la pena. Aunque a veces dude o me asuste, aunque a veces sienta un impulso que me obliga a retroceder, he ganado pequeñas cosas en mi vida que antes no significaban nada para mí pero que ahora son una parte muy importante de este pequeño triunfo.
Destapar la caja de Pandora, hablar abiertamente de todo esto, contar con mi familia y amigos, destapar las mentiras, aceptar que no he sido capaz de controlar la enfermedad, que se me ha escapado de las manos, poder hablar de ello sin avergonzarme… todo eso ha significado un paso muy importante en mi vida y, aunque parezcan cosas insignificantes, os aseguro que son realmente gratificantes, liberadoras e importantes para seguir caminando. Todo ello me ha dado la fuerza suficiente para aceptar por fin mi enfermedad.
Siempre supe que tenía un problema. Siempre fui consciente de que las cosas no iban bien del todo, de que algo no encajaba, de que algo no iba bien, pero siempre me negué a aceptar que estuviese enferma. Me empeñé en creer que sólo necesitaba cambiar algo en mi vida, ese algo que iba mal, ese algo que hacía que todo se desplomase a mi alrededor. Y me convencí a mí misma de que ese algo no era más que yo misma. Nunca quise reconocer que estaba enferma, es más fácil aceptar que no eres perfecta y que tienes que seguir intentándolo para llegar al final. Para conseguir moldear tu vida a tu gusto, tu cuerpo, tu mente. Todo eso es una mentira. Pero me ha costado muchos años darme cuenta. Ahora, por fin, me he dado cuenta de que no era más que una fantasía de mi mente, de que no era algo real. Ahora, por fin, me he dado cuenta de que estaba enferma y, lo más importante, he conseguido aceptar mi enfermedad. Ahora, después de tantos años, soy capaz de hablar abiertamente, de expresarme, de no avergonzarme al decir que soy anoréxica. Tal vez llegue el día en que revele mi verdadero nombre. Aún es pronto. Pero ya os desvelé que vivo en Zaragoza. Me resulta difícil ir desvelando mi anonimato pero creo que es un paso importante para aceptarme definitivamente tal como soy. Nunca creí que esto pudiese llegar.
Al mismo tiempo soy consciente de que aceptarlo no es más que un paso. De que no se gana la batalla asumiendo únicamente que estás enferma. De que tienes que seguir caminando y estar siempre alerta. Es muy difícil. Demasiado difícil.
Cuando muchas de vosotras me decís que soy vuestro ejemplo, que os doy fuerza y ánimo para salir adelante, que queréis seguir mis pasos o que me admiráis por lo que estoy haciendo… me da miedo. Me da miedo porque yo no soy mejor que vosotras, ni más fuerte, ni más valiente. Sólo me he dado cuenta de que no quiero morir. Pero no merezco vuestros elogios, ni vuestra admiración.
Es jueves. Estoy en la sala de ordenadores de mi facultad esperando que comience mi clase. Le dije a mi madre que comería en la facultad porque tenía muchas cosas que hacer esta mañana pero no he comido. Nunca como cuando salgo de casa. Ni siquiera me lo planteo. No lo pienso. Es como si lo tuviese asimilado. Como el que va a clase o mira el buzón de correo. No lo piensas, sólo lo haces. Esa es mi vida. Nunca como cuando salgo de casa. A veces como una manzana para aguantar el día. Hoy ni siquiera me apetecía tomar nada. ¿Acaso es eso digno de admirar? Es difícil. Quiero recuperarme, quiero estar bien, quiero superarlo pero no quiero tener que comer cada día. ¿Por qué es tan difícil? Ojalá pudiera explicárselo a todas esas personas que no entienden, pero no puedo, no hay palabras para hacerlo. Sé que vosotras sí lo entendéis. Sé que vosotras sabéis perfectamente por qué no puedo hacerlo. Por qué es tan difícil. Por qué a veces siento que nunca conseguiré recuperarme del todo porque hay determinadas cosas en mi día a día a las que no estoy dispuesta a renunciar.
Katherin, si lees esto mándame un email a princesa__ana@hotmail.com o déjame tu dirección para poder escribirte. Cada día tiene algo que merece la pena, aunque sólo sea un segundo, aunque sólo sea una canción, un olor, una nota, una palabra, una sonrisa.
ANA