Las lágrimas recorren mi rostro. La ventana está abierta. 8 pisos separan mi cuerpo del embaldosado. Miro hacia abajo. Algo en mi interior me impulsa a mirar otra vez. Siento el viento en mi cara cayendo en picado sin fin. Varias personas sentadas en la terraza de la acera de en frente. No, no puedo hacerlo. La imagen, la confusión, la angustia acompañarían a esas personas de por vida. La imagen terrorífica de ver a alguien saltando por la ventana, la imagen de una persona estampada en el mugriento suelo de la ciudad. No, no puedo hacerlo. Mi familia. Arruinaría sus vidas por completo. Aunque, tal vez… no, no puedo.
¡Qué fácil sería todo! Qué sencillo. Y qué cobarde. No, no puedo hacerlo. Pero no puedo evitar el deseo intenso, la atracción fatal hacia un destino inmediato. No puedo evitar el deseo de saltar, sólo saltar.
Basta ya. Basta ya. Estoy harta. No pude más. Hoy simplemente no pude más. Estoy cansada de ser la niñita buena de papá y mamá, la niñita que saca buenas notas, la niñita que se come toda la comida del plato sin rechistar, la niñita que pone buena cara a todo, la niñita que saca la basura, que limpia, que friega, que recoge los platos, que saca al perro, que hace la compra, que ayuda a su hermano con los estudios, que no se queja de nada. Estoy harta y, sencillamente, no puedo más.
Mis padres me confunden. A veces, dicen que desean ayudarme pero no me ofrecen la ayuda que en verdad necesito.
Hace un par de días, después de la cena, mi madre me sorprendió al decirme: “Ana, ¿quieres ir a un especialista en nutrición”. Me quedé de piedra. En seguida dije “No” y cambié de tema radicalmente para no entrar en una conversación que, probablemente, de no haberlo hecho nunca hubiera surgido porque mi madre es un mujer de pocas palabras y resulta más fácil hacer la vista gorda que entrar en un debate tan sumamente complejo.
¿A qué se refería mi madre con un especialista en nutrición? ¿Un psicólogo? ¿Un psiquiatra? ¿Un dietista? Ella lo único que quiere es que me coma toda la comida del plato sin rechistar, que no me enfade cada vez que vea un chorreón de aceite en la ensalada, cada vez que haya un filete de cerdo en mi plato, un huevo frito o un enorme plato de arroz con conejo.
Está equivocada. Mi problema no radica en la comida. El problema no es la comida. El problema son las emociones, pero no está dispuesta a escucharme. Nadie en casa está dispuesto a escucharme. Se limitan a creer que lo único que necesito es aprender a comer, a no ser tan caprichosa. a no ser tan quejica, tan superficial, tan susceptible, a no darle tanta importancia a la comida. No lo entienden.
Después de fregar la cocina durante dos horas después de comer, mi padre se levantó de la siesta y llenó la cocina de migas. Puede parecer algo absurdo, pero cuando te pasas dos horas sudando, dedicando tu tiempo y tu esfuerzo a una tarea mientras los demás duermen, descansan o ven la televisión, que te estropeen el trabajo es algo realmente angustioso. Ni siquiera puede recoger las migas después y, encima, no soporta que le diga nada.
Para colmo de males, mi madre se enfada conmigo por quejarme. Tiene narices. Al final, soy yo la mala. Después de pasar la mañana limpiando mi habitación, recogiendo la cocina, sacando al perro, haciendo una macro compra, poniendo la mesa y limpiando durante más de dos horas la cocina, soy yo la mala.
Mi madre sencillamente me dice que no me soporta. Prefiere a mis hermanos que no hacen absolutamente nada que escuchar mis quejas después de estar todo el día trabajando porque en mi casa nadie hace absolutamente nada. Es sencillamente increíble. De modo que me siento, estúpida, inútil, insatisfecha, una auténtica mierda.
Es preferible lo que hacen mis hermanos, dormir y comer. Se levantan a las tantas, ven la televisión y se sientan a la mesa. Se echan la siesta, juegan al ordenador y vuelven a comer. Es preferible porque no se quejan. ¿De qué iban a quejarse? Aunque lo cierto es que, aunque mi madre diga lo contrario, sí que se quejan. Claro que se quejan. Obviamente, no tanto como yo porque no tienen mucho de qué quejarse, pero aún se sienten en condiciones de exigir más prestaciones.
El problema no está en la comida sino en la convivencia. Cuando suceden estas cosas que, desgraciadamente, en mi casa, son el pan nuestro de cada día, entonces, se me quitan las ganas de comer. No necesito ningún nutricionista, ningún psicólogo ni ningún psiquiatra. Lo que necesito es una familia que me escuche, que me respete y que valore mi trabajo.
Tal vez si me escuchen, si se dignasen a escucharme por una vez sin tachar mis frases de absurdas e inconsistentes sin ni siquiera parar a escucharlas, entonces, tal vez, no vendría a mi habitación con la cara cubierta de lágrimas, con un impulso sobre humano de saltar por la ventana, de acabar con todo, de poner fin a esta existencia que me martiriza. No vendría a mi habitación con la cara llena de lágrimas a desahogarme delante del ordenador porque nadie está dispuesto a escucharme.
ANA