שלום עליכם (Shālôm ´alêḵem)


09 AGOSTO 2008


Volví de Israel hace casi un par de semanas pero desde entonces entre visitas y compromisos apenas he tenido tiempo para sentarme y reflexionar un poco.


Éste ha sido un viaje diferente, un viaje único. El viaje de mi vida. Pensaba que, como en otros lugares, una vez visto se acabó; pero no es así. Tengo que volver. Es un lugar para volver. Es un lugar diferente y mágico. Una mezcla de culturas, la comunión de las grandes religiones monoteístas del mundo y cómo puede convivirse con las diferencias religiosas que son las que han hecho estallar algunos de los más grandes conflictos del mundo. Jerusalén es una ciudad mágica, es una ciudad que enamora. Judíos, musulmanes y católicos conviven a diario por sus calles haciendo de ella una ciudad variopinta, la ciudad de la oración más grande del mundo.


Podría hablaros del Muro de los Lamentos, de la Mezquita de la Cúpula Dorada o del Santo Sepulcro, de la constante algarabía del Zoco, de los judíos ortodoxos que colapsan las calles, de las caras de los niños palestinos que te observan con una penetrante mirada, de la inmensidad del desierto ante tus ojos, de los beduinos del desierto y sus humildes poblados, de la angustiosa sensación oleaginosa del Mar Muerto o los reiterados indicios de las huellas de Jesús. Sin embargo, no éste el propósito ni el lugar para hacerlo de modo que me limitaré a reflexionar un poco acerca de lo que este viaje ha supuesto para mí.


Es difícil de explicar y no sé muy bien cómo hacerlo. Supongo que para lograr entender un poco todo lo que ha significado para mí tendría que remontarme muchos años atrás. Aquellos años en los que el mensaje de Jesús inundaba mi corazón. Tenemos la suerte, o la desgracia, de nacer en un sitio concreto y dependientemente de ello nos inculcan una religión, en mi caso la católica. En el fondo, el mensaje de la religión es el mismo para todas las religiones del mundo, la existencia de un Dios Todopoderoso cuyo núcleo es el amor. Pero las diferencias marcan las religiones y las culturas. Las diferencias hacen, a veces, surgir las dudas. Y yo, años atrás comencé a dudar. ¿Por qué soy católica? ¿Simplemente por el hecho de haber nacido en este lugar? Tal vez si hubiera nacido en otro lugar del mundo sería judía, musulmana o budista. Más tarde empecé a plantearme otras cuestiones existenciales más profundas.


Empecé a creer o a comprender que la religión no es más que un modo de engañarse. Desde hace miles de años el ser humano ha tenido la necesidad de dar respuesta a cuestiones que no tenían respuesta. ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Cómo encontrar respuesta a semejantes preguntas? ¿Cómo vivir con la incertidumbre, con la inseguridad, con el miedo de no saber qué será de nosotros, con el miedo a la muerte? Entonces nació la religión como una forma fácil de responder a preguntas que carecían de respuestas. La respuesta es entonces mucho más sencilla. Es cuestión de fe. Pero aquella idea no me convencía, el hecho de que el ser humano fuera tan débil y vulnerable para necesitar vivir con la seguridad de que vivirá para siempre, de que su vida no tendrá fin, una vida infinita y eterna, la vida en el paraíso.


Cuando empecé a enfermar de anorexia, empecé a adelgazar y me volví obsesiva, maniática hasta el exceso, borde, antipática, egoísta y cruel, entendí que le estaba dando la espalda a Dios. Una parte de mí temía rechazar la comida porque era un modo de rechazar la vida, el regalo más hermoso que Dios nos brinda y sentía que le estaba rechazando a Él. Incapaz de aceptar la vida tal cual se me presentaba, comencé a venerar la muerte. La idea de no temer a la muerte me hacía sentir fuerte, más fuerte e invulnerable que las cientos de personas que se concentran a orar en las iglesias temerosos de que les llegue su hora.


Empecé a distanciarme de mis principios religiosos que me habían ayudado a encontrar la felicidad en las cosas más pequeñas durante tantos años. El olor de la tierra mojada, el crujir de las hojas en otoño, el sonido de la lluvia sobre el embaldosado, el olor a café recién hecho, la ayuda desinteresada, una sonrisa, una caricia, un beso, un te quiero.


Poco a poco fui resarciéndome en mi propia tristeza, incapaz de apreciar todo aquello que me hacía feliz y me sumergí en mi burbuja dando la espalda a Dios, a mi familia, al mundo y a mí misma.


Este viaje ha supuesto muchas cosas para mí en muchos sentidos. En primer lugar, me ha abierto los ojos. Resulta difícil decirlo y más aún aceptarlo pero es así. Así de sencillo y de simple; cuando vives en tu burbuja te niegas a salir y cierras los ojos para no ver qué hay más allá. Olvidas para no recordar lo que te hacía sentir bien por miedo a salir de tu burbuja, de tu refugio. Yo estoy empezando a salir de mi burbuja, de mi jaula, a abrir los ojos, a recordar… no es fácil, claro que no. Tienes miedo, un mundo inmenso se extiende ante ti y, creencias aparte, asusta. Pero hay algo mucho más poderoso y grandioso que todo eso esperándote ahí fuera, la libertad, y sin embargo, nosotros nos encerramos voluntariamente en nuestra jaula y nos negamos la libertad. Ahora me siento como un pajarillo herido que empieza recuperarse y abrir temerosamente la puerta de su jaula anhelando echar el vuelo y recuperar su libertad.


En una de las cientos de capillas que visitamos durante nuestro viaje una imagen llamó mi atención, San Gabriel le dice a San Jerónimo “Entrégame tus pecados”. Durante mucho tiempo me he conformado creyendo que rechazar la comida y, por tanto, la vida y, al mismo tiempo, a Dios no me hacían digna de Él. Es muy fácil y muy cómodo creer que no mereces seguir luchando. Te sientas y esperas que pasen los minutos pero, creyente o no, lo cierto es que le debemos algo al Señor, a nuestras familias y a nosotros mismos. No es justo sentarse y conformarse. Ahora he comprendido que nunca es tarde. Que aún estoy tiempo de mirar atrás y entregar mis pecados al Señor para continuar hacia delante.


En segundo lugar, y más importante, este viaje me ha abierto el corazón. Durante los últimos años me encerré dentro de mí misma y no permití que nadie se acercase a mí. Tal vez por miedo o, más bien, por el odio que cultivé en mi corazón. Por fin he encontrado la razón definitiva para abrir mi corazón al amor sin fronteras, lo más difícil es encontrar el amor a uno mismo. Pero ahora sé que estoy en el camino y aunque sé que es difícil después de tanto tiempo en la oscuridad empiezo a vislumbrar una luz en mi corazón que tal vez me ayude a caminar cada día hacia el camino que deseo para mí.



Shālôm ´alêḵem es un saludo hebreo que significa literalmente “la paz sea contigo” a lo que se debe responder ´alêḵem shālôm, “y con tu espíritu”. En el día a día los hebreos saludan únicamente con Shālôm.


ANA